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domingo, 28 de agosto de 2011

¡QUIERO SER SANTA!


Qué bien se vive en la Gloria, que bonito todo; tan blanco, tan limpio, siempre con dos o tres ángeles con alas deslumbrantes dispuestos a sacarte de apuros a la mínima… pero que aburrido ¡Señor!

Sí, estoy muerta de aburrimiento, uy ¿he dicho muerta? Mira que llevo siglos ya aquí arriba pero es que no se me va la forma de hablar de ahí abajo.

Así que he decidido escribir mis memorias para entretenerme. Nunca me gustó la hora de la siesta, pero es que aquí ya es soporífera del todo.

Nací en Madrigal de las Altas Torres una bonita mañana primaveral del mes de abril, o eso me dijeron, siempre he tenido dudas al respecto, nunca he llegado a saber si las cosas me las decían porque eran así o por no cabrearme. De mi infancia no puedo destacar nada, pero no fue muy buena que digamos, me pasaba el día cosiendo junto a mamá. Y esa es otra, porque mamá estaba algo tarada, la pobre; no para encerrarla como hizo mi hermanastro, que peligrosa no era, pero ya se sabe las cosas de palacio. Así que yo me crié con una loca y rodeada de aquellos frailes que iban a comerla el coco a mamá, aunque lo que consiguieron fue comérmelo a mí.

Menos mal que fui creciendo y espabilando, que no era nada tonta yo. A Enrique, mi hermanastro se la di bien con queso. Que pretendía casarme con un viejo baboso, ¡ni soñando! Yo ya tenía los ojitos puestos en mi galán. ¡Mi Fernando que guapo era! A mí me tenía sorbidito el seso, pero no fue fácil conquistarle tuve al mensajero reventado durante meses enviando misivas a mi príncipe azul; no me extraña que el pobre ahora esté de ayudante principal de San Cristobal, si ese, el patrón de los viajantes. Como digo papelitos de este tipo nos cruzamos durante bastante tiempo: Fernando que cuando ponemos fecha, mira que mi hermano me está dando la lata”. “Decídete de una vez que se me pasa el arroz”. Y él: Isabelita guapa ¿no te parece que somos demasiado jóvenes?, creo que nos lo tendríamos que pensar mejor, además la bula del Papa no llega y cometeríamos grave pecado”.

Fernando me salió un tanto indeciso, tanto que si no llego a tomar la iniciativa y falsificar una bula, o me caso con el viejo o me quedo para vestir santos, y  esa no era mi misión divina.

Por fin a escondidas y con miedo Fernando me dio el sí. Y ahí empezó lo bueno, vamos que yo tenía redaños suficientes para no necesitar a un hombre al lado, pero la época lo exigía, además yo quería ser reina y no consorte precisamente. Quería tener mi propio reino ¡porque yo lo valía! Y casada con el del reino vecino siempre tendría más opciones. Que no se me malinterprete, yo quería a mi Fernando, faltaría más, pero más quería a su ejército que me vendría de perlas para hacerme reinar sobre mi adorada Castilla.


No voy a negar que ejércitos aparte alguna ayudita me cayó del cielo, poniéndome alguna cosilla a mi favor. La primera que mi hermanastro se muriera, bueno como ya estaba algo enfermucho eso tampoco me preocupaba demasiado, que se moría a la de sí o sí, era ya algo sabido. Pero ¡ay! Mi pobrecito hermano Alfonso sería un obstáculo, que no duró mucho por cierto, el pobre nació ya bastante debilucho; no tenía catadura de rey ¡que lo vamos a hacer!

Bueno una vez muertos tanto mi hermanastro como mi hermano ya tenía el campo libre. Pero no… salió la pendejo de la Beltraneja reclamando sus derechos. ¡Dejar mi corona a una bastarda! Porque dijese, lo que dijese era bastarda, vamos que mi hermano era impotente y cornudo lo sabía hasta el último lacayo del castillo. Y ella que no, que era legítima y con ella unos cuantos correveidiles que le bailaban las enaguas. Con lo fácil que es ahora con el ADN ese dichoso saber la verdad. Claro que por otra parte mejor no haber tenido esos inventos entonces, que lo mismo la niña si era legítima y me hubiese hundido el negocio a pesar de contar con él ejercito de mi flamante marido. En fin que la Beltraneja me duró dos rounds y al final conseguí ceñirme la corona ¡como estaba mandado! Y ella a un convento que a falta de reino bien está una abadía, aunque luego la muy pilingui se las apañó para largarse y casarse con uno de sus tíos portugueses. No la sirvió de nada ¡portugueses a mí!


Uno de mis primeros disgustos con Fernando fue de lo más tonto, recuerdo que un día que andábamos tonteando en nuestros aposentos me dijo: "Isa amorcito que digo yo que así entre nos me podrías llamar Ferran, es que me recuerda tanto mi tierra y mi gente". Ahí yo me reboté tenía reciente mi visita a su reino, que ya era el mío, y aún recordaba la forma de hablar de esa gente. ¡Mira que hablan raro! Es que no les pillaba ni media. Yo jamás he podido soportar no entender lo que me dicen, vamos que al pan, pan y al vino, vino y dejarse de tonterías, que seguro que menos bonita me llamaban de todo, que no, que no ya sabía yo por sus caras cejijuntas que no les caí nada bien. Aquella discusión me dio una idea y le dije: “Te llamaré Fer y punto pelota., y que quede entre nos, que a mi estás chuminadas de dar nombrecitos cariñosos me repatea ya lo sabes. Y a partir de ahora todos a hablar en castellano puro y duro, porque es lo que yo hablo y entiendo, y  lo más importante porque me sale del refajo ¡que caray! Yo soy malísima para las lenguas y si no pregunta a la pobre Beatriz Galindo el trabajo que la ha costado hacerme aprender cuatro latinajos, y a eso acepte para poder tener vía directa con Nuestro Señor, que si no de que.

Y luego los embarazos y una desilusión tras otra, una niña… otra niña… ¡joder! Con el trabajo que cuesta casarlas y más si como yo, madre amante y justa donde las haya quería un buen partido para ellas y para mi España querida. Al final conseguí parir un varón, Juan. Pero fue a la par de trabajoso, baldío. El pobre me nació ya bastante pochito y el remate fue casarle, mira que le busqué a la mayor mojigata de Europa, la Margarita de Austria, pero la muy mosquita muerta salió bastante dispuesta al himeneo y el pobre que estaba inocente y por lo malucha de su salud no lo había catado, al probarlo le gustó tanto que ¡ale! Le dio al fornicio con tal ardor que el pobre sólo me aguanto dos o tres asaltos. Eso sí me dejó un nieto póstumo, que tampoco sirvió de mucho, otro que también se me murió en un suspiro. Los varones de mi familia no es que hayan tenido mucha suerte.

Bueno a las niñas las fui casando. Exceptuando mi Isabel y mi María a las que no las fue mal. ¡Mi pobre Isabelita que murió de parto! Menos mal que mi María fue mujer recia y parió nada menos que diez hijos. Los matrimonios de las otras dos no fueron muy afortunados en cuanto a amores, pero yo siempre he sido muy práctica. Y no es que no me doliese ver a mi pobre Catalina ahí recluida en una torre llorando noche y día por ese Enrique, putero y además hereje. Que se puede ser hereje, no lo discuto, pero que la herejía venga por tema puterío, ya le valía. Nada que al tío no le servía con quitarse el ardor del cuerpo con cualquier pelandusca, es que se tenía que casar con ellas y claro a fundar otra religión porque a él le salió de la mismísima corona. Ya tuvo castigo bastante, él, tan bello y perfecto se terminó convirtiendo en un viejo, gordo, gotoso y amargado. Menos mal que María, mi nieta, se ocupó de vengar a su madre y les dio caña a esos ingleses, lástima que duró tan poco. Luego llegó la hija de la zorra de la Bolena y a fastidiarlo todo de nuevo. Si, esa misma a esa que la dieron mi nombre, ¡manda narices! La calva, a la que llamaban la Reina Virgen. Es que a ver quién tenía huevos para desvirgar aquello. Ya lo intentó mi bisnieto Felipe, pero que va, en cuanto vio la foto de su prometida salió huyendo, casi que le traía más cuenta enfrentarse al turco que a aquel engendro. Y anda que luego no fue la señora rencorosa ni nada, a mi pobre Felipillo se la tuvo jurada toda la vida, que si un pirata por aquí, un corsario por allá, enviados por ese engendro que Dios y el diablo confundan. ¡Ya hay que tener mala leche!

Mi Juana, de la que se comentó que se volvió loca de amor. Nada de nada eso fue un comadreo tonto que sacaron por ahí, la pobre ya me vino algo loca de nacimiento. Ya comentaba con Fernando: “Uy esta niña hace cosas muy raras Fer”. Bueno si la gente cree que enloqueció por amor, allá ellos, eso quizá la empeoró pero nada más. Volverse loca por ese Felipe que todos llamaban “El Hermoso” pero que era feo de cojones, no lo creo, ni lo creeré. Mi niña podía estar loca pero no era tonta. Ella prefirió hacerse la sueca y no apechugar con todas las preocupaciones que arrastraba su madre y bien que hizo, para eso Dios la concedió un hijo.

Mi Carlitos, un nieto me que llenó de orgullo y de babas, todo hay que decirlo; que por eso tuve a mis costureras cosiéndome baberos —no para el niño, para mí— que criatura tan perfecta, siempre defendiendo el catolicismo. Ni más ni menos que el muchacho se me hizo Emperador, un Imperio que no veía el sol. Mi chico, siempre al pié del cañón, dando lo suyo y lo del vecino, ora a los protestantes… ora al turco.

Y qué decir de mi bisnieto, su hijo, mi Felipe, que salvo el desliz de “La Calva” un error juvenil, sin duda. En parte le entiendo si es que ser rey de Inglaterra tenía su aquel. Fue digno hijo de su padre, tan serio, tan cabal… siempre en su sitio. Lástima que con lo de la descendencia no tuviese suerte. La Valois, la francesita a la que adoraba, sólo sabía parir niñas, y a la segunda se dio por vencida y se murió. Si es que ya no quedan mujeres como las de mis tiempos. Y al final tuvo que casarse con su sobrina Marianilla y menos mal que se la ocurrió tener un hijo varón.

Pero a mí, quien realmente me robó el corazón fue “El Bastardito” si Juanillo el de Austria, tan valiente, tan buen mozo. Que tardes más amenas y divertidas me hizo pasar. No veía la hora de subir a Nube-Himalaya, la más alta y desde donde se ven mejores vistas para aplaudir como loca al muchachito. Y ya lo de Lepanto fue el colmo de la alegría, zapapumba… por aquí… cañonazo por allá… Sólo puedo comparar aquellos momentos a cuando nos sentamos Fernando y yo a ver un partido Barça-Madrid, lógicamente Fernando está con el Barça, y yo castellana de pro, con el Madrid “manque pierda” y claro nos picamos de tal forma que al final terminamos casi, casi batiéndonos a espada. Y eso que tengo que confesar que el chico este… Guardiola, creo que se llama, me cae bastante bien. En mis tiempos hubiese sido un magnífico estratega como que si Gonzalo Fernández de Córdoba se hubiese dormido en los laureles le hubiese quitado el título de Gran Capitán.

Ahí se acabaron las alegrías de mi linaje, porque ¡válgame Dios! El resto de mi descendencia vaya panda, el resto de los Felipes a cada cual peor. Y que decir del último, del Carlitos el Hechizado, ¡ni hechizado ni leches! Que a mí jamás me la dio. Eso de que cada vez que tuviese que acostarse con su mujer empezase a lloriquear: ¡Que estoy muy malito! ¡Que me han hechizado! Cuentos a mí, siempre tuve la sospecha que a este niño le gustaron más las calzas que las sayas. O es cierto lo que dicen las comadres de los pueblos que los hijos entre primos salen tontos. O bien es una venganza del “Jefe” de cuando le tomé el pelo con lo de la falsificación de la bula de mi matrimonio.

Qué tiempos aquellos, que bien me lo pasaba con mi Torquemada, cuando venía a contarme chismes. Que si hemos pillado a fulanito —aún después de haberse bautizado— realizar ceremonias judías. Que si menganita es bruja y la hemos tenido que dar un hervor. Le echo de menos y por más que le he pedido a San Judas Tadeo, el patrón de los imposibles, que haga algo por traérmele al cielo me dice que no, que ese fraile no pisa El Cielo si no es por encima de su cadáver, que ahí calentito en el infierno está muy bien tomando de su propia medicina. Mira que es cabezota el Judas este, y eso que no es maño. Eso sí me hace mucha gracia cuando dice lo del cadáver, me dan unas ganas de decirle: “Judas machote, pues tú de cadáver ya poco que yo creo que a ti no te quedan ni las cenizas”.

Tengo que desmentir una cosa también, sé que ha habido muchas lenguas viperinas por ahí que llegaron a decir que estaba liada con Colón, que eso de dar mis joyas a un desconocido no venía a cuento. ¡A ver! ¡Que no! ¡Como yo, toda una reina, me iba a enamorar del primer pordiosero que llamase a mi puerta! La realidad es que a mí me pilló en una época bastante cabreada. Yo ya tenía mis dudas, los amiguitos judíos de mi marido —jamás me la pegó, yo ya sabía que tenía buen rollito con ellos— le prestaban los dineros con sólo abrir su boquita de piñón. Sin embargo a mí me escatimaban y me pedían unos intereses que casi me dejaron en pelota picada. Por eso decidí expulsarles, a mi realmente que creyesen lo que creyesen me traía al fresco. Pero eso de la usura y más a mí ¡ni de coña!  Con una reina no se juega. Además de eso, mi señor marido se gastaba el oro en batallar ahí en Nápoles, por un trocito de tierra de “na”.

Y entonces llegó el Colón este, con esa cara de pena y de no haber roto un plato. Me prometió hacerme reina de otro mundo y claro a mí se me subió la corona a la cabeza, y pensé a ver quién ganaba más, si Fernando o yo. Así que me dio un aire y allí mismo le saqué el cofre con mis joyas. Eso sí, advertido quedó, ya le dije: “Ahí tienes mis joyas, pero ojo con no devolverme con creces su valor que te vuelvo eunuco de un solo tajo”.  Yo no sé si sería la amenaza, o que en el fondo era tan ambicioso como yo, pero el hombre cumplió.

Definitivamente 1492 fue mi año, conquistaron Las Américas para mi solita, y al final conseguí echar definitivamente a los moros. Que no es que los chicos me molestasen, que no; sólo que no encajaban en mis planes. Yo quería hacer una España, grande y libre: o sea, a mi imagen y semejanza, vamos para mí. A santo de qué tenía que compartirla con esos que vinieron aquí sin que nadie les llamase, invitados los justos. Si en el fondo Boabdil me dio hasta “penica” -psss lo siento, es que tantos años con un maño es lo que tiene que a una se le pega acento- Como lloraba el pobre cuando se marchó, y ahí su madre con la cantinela de: “Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre”. Ya hay que tener mala baba, pobre chaval. Ya sé que a mí las malas lenguas me llaman arpía, pero anda que la sarracena se quedaba atrás ¡vaya pedazo de bruja la Aixa!


No, no me puedo quejar de mi vida terrenal. Hice siempre lo que me salió de la punta del mantón. Tuve un marido complaciente que siempre se plegó a mis deseos. Porque aquí en confianza, eso del “Tanto monta, monta tanto”, en realidad la que montaba era yo, a caballo se entiende. A Fernando se le daba mejor montar otro tipo de yeguas, ¡qué hombre, por Dios! Si me tenía media España llenita de bastardos, y porque no le dejé irse a Las Américas que si no, a saber la que hubiese liado con esos calores tropicales.

¡Vamos! que la que estaba siempre en todos los fregados era yo, que al maño le tenía que estar dando constantemente codazos y empujones para que echase “pa delante”. Pero pobre ya me lloró cuando morí; poco, todo hay que decirlo, tengo la sospecha que le dejé bastante a gusto. Es que hasta en eso le tuve que tomar la delantera, aunque tampoco por mucho tiempo, que al poco ya le tenía por las nubes llamándome: “Isabelica, que ya estoy aquí. Mira moza, que me volví a casar, pero nada… ni te inmutes que ya me pilló viejo y chocho”. Ya ves el pobre poniéndome excusas hasta en los mismísimos Cielos. Bastantes cuernos tuve viva, como para que me importasen ya después de muerta.

Pues ¡EA! Ya he terminado, y ahora ¿qué hago con tanto papel? Se lo voy a dar a Santa Cecilia, por eso de que es patrona de las artes, lo mismo en un descuido se lo deja en la mesa a algún productor de Hollywood y hacen una película de mi vida. Alguna han hecho ya, pero los guiones no me terminan de convencer, si es que lo que no haga una misma. Tampoco me gustaban las actrices, a mí lo que me molaría es que me interpretase Angelina Jolie, y de Fernando tengo en mente a Brad Pitt, ya sé que es rubio, pero le dan un tinte en el pelo y solucionado. Con lo que saben ahora de afeites y esas cosas. Ahí las mujeres quitándose y poniéndose tetas más veces de las que yo me cambié de camisa. También quiero efectos especiales que de esos los de la Warner y Cía saben lo suyo, quiero lucir en mis manos una espada laser de esas como la de Luke Skywalker. Que listicos nos salieron en las nuevas tierras, si ya le decía yo a Colón: “Tira “pa” el norte Colón, tira “pa arriba” que esos tienen pinta de comerse el mundo”. Pero él nada, ni caso, claro estaba mejor haciendo el vago y retozando en las playas caribeñas.

Ya habrán abierto Nube-Dioggggg, voy a ver si pillo a Santa Rita, la de “lo que no se da no se quita” me tiene que retirar la promesa, porque tengo que quitar un regalo de forma urgente. El otro día la panoli de la Valoise me vino con el cuento: “venga yaya, dame un trozo de tu camisa, de esa que jamás te quitaste en vida. Me haría mucha ilusión hacerme un relicario, te admiro tanto abuelita”. ¡Ni abuelita ni porras! La muy pendón lo que quería era vendérselo por 100 sanmateos —esa es la moneda oficial de aquí, teniendo a Mateo que fue recaudador, para que buscar nombres estúpidos a los dineros— a la insoportable de la María Antonieta. Y ya aprovecho para hacer otra aclaración, tengo fama de gorrina y de no que no me gustaba el lavoteo. Otra mentira sin sentido, yo era muy limpia que conste, lo que pasa es que no me lavaba por motivos de salud. ¡Que me digan ahora esas valientes que se pasan el día entre jabones, si hubiesen sido capaces de lavarse con el agua gélida del pozo! ¡Es que ahora con agua calentita todo es muy fácil, joder! Yo debía cumplir con mi alto destino y no era cuestión de morir de pulmonía antes de tiempo.

Que no se me olvide que después de arreglar lo de la Valois tengo que ir a Nube-Las Vegas, es que ahora encuentras allí a San Pedro más fácilmente que en la puerta, así nos entra lo que nos entra, sí está más pendiente de los órdagos que de las llaves. Pero me debe un favor y se lo voy a cobrar que ya es hora. A ver si intercede con el “Jefe“, con eso de que es su mano derecha, y El Señor a su vez se comunica por línea directa con el Embajador de ahí abajo. Mira que son pijoteros ahora los del Trono de San Pedro que sólo hacen caso si es el Jefe “in person” quien les llama. Ya estoy muy cansada de ser “La Católica” quiero ser santa ya, ¡hombre! que aquí solo los santos tienen permiso para pasearse por la Tierra cuando les viene en gana, y yo quiero bajar ahí que me tienen todo patas arriba. Hace falta una mano firme que ponga todo en su sitio ¡contra! Aquí se vive bien pero es todo tan aburrido. ¡Vamos que el día que me canonicen nadie me va a parar!

FIN


jueves, 25 de agosto de 2011

ALEXANDER




Estagira, año 384 a de C.

Aquel día en el ágora no cabía un alfiler. Toda la ciudad se había dado cita allí, de todos es sabido que los griegos eran muy aficionados a reunirse en sus plazas públicas. En aquellos lugares se forjaban todos los intereses del pueblo griego. De allí salían sus grandes pensadores y políticos. Allí se dictaban leyes y se ejecutaban todos los actos importantes.


Y uno de esos actos iba a realizarse aquel día. Los ciudadanos destacados de Estagira ocupaban sus sitiales de honor y el populacho de pie, ocupaba los pocos sitios que quedaban libre agolpándose unos contra otros. Uno de sus ciudadanos iba a ser homenajeado. Alexander, el gran orador. 


Ya desde pequeño había dado muestras de una clara inteligencia. Viajero infatigable, había recorrido cada rincón del país. Pero Alexander no era un retórico cualquiera; paseaba por las calles y plazas, se mezclaba con la gente, hablaba con todos; desde el más poderoso al más humilde, y luego tras escuchar atentamente, confeccionaba sus discursos. No tenía pelos en la lengua, tanto le daba atacar a los ilustres, siempre que tuviera que defender a los más desfavorecidos. Pero también era un hombre justo, que muchas veces había destapado las mentiras que muchos humildes lanzaban en contra de los poderosos para obtener algún beneficio.


Alexander, un hombre ya casi anciano, terminaba su discurso de agradecimiento, y en breve, el gran lienzo blanco que cubría la estatua iba a ser retirado.


El clamor no se hizo de esperar, la estatua era un hermoso coloso, que mostraba a un Alexander aún joven en la plenitud de su madurez.


El orador no pudo contener la emoción, y las lágrimas brotaron de sus ojos, ante el espléndido regalo que le hacía la ciudad que le vio nacer.


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Estagira, año 374 a de C.



Nicómaco —el médico del Rey Amintas— caminaba por la ágora seguido por su hijo, el hombre caminaba deprisa y el niño hacía grandes esfuerzos por seguir las largas zancadas de su padre. 


De repente el niño se paró, sus grandes ojos negros, profundos e inteligentes, de los que emanaba una gran curiosidad se posaron atentos en un grupo de soldados que estaba desmantelando el gran coloso de la plaza.


— Padre, ¿por qué esos soldados están destruyendo la estatua de Alexander?


— Aristóteles hijo, tienes que empezar a comprender que los grandes hombres, también tienen grandes enemigos. No a todo el mundo le gusta escuchar las verdades, eso escuece y crea enemistades.


—   ¿Qué pasó?


— Mira hijo, Alexander a los pocos meses de ser homenajeado aquí, viajó a Atenas con la mala fortuna de que coincidió con las fiestas de Palas-Atenea. Uno de los ritos en honor a la Diosa era el sacrificio de una doncella virgen, preparada para tal efecto desde su más tierna infancia.


Alexander jamás estuvo de acuerdo con los sacrificios humanos. Él pensaba que ningún Dios tiene derecho a reclamar una vida humana. Su protesta fue muy enérgica. No se llegó a saber si sus palabras hicieron eco en algún sector insurgente de la ciudad, o bien fue un acto de vandalismo sin más, pero el caso es que alguien profanó el templo y destruyó las figuras de Atenea. De ese desafortunado asunto se aprovecharon sus enemigos y le acusaron de aquello.


Y pagó muy caro aquel acto, sin que realmente los jueces tuvieran constancia o pruebas convincentes de su culpabilidad. Se le juzgó y se le impuso la  pena capital. A los pocos meses ésta fue ejecutada por su propia mano; él mismo tuvo que poner fin a su vida bebiendo un vaso de agua que contenía cicuta. Ahora incluso muerto, aún siguen castigándole. Y la última aberración contra él, es destruir todas sus obras y derrumbar todas las estatuas que en un tiempo le rindieron homenaje. Quieren que no quede ningún recuerdo físico de su existencia, pretenden que con eso nuestros corazones olviden que vivió entre nosotros, que ignoremos lo que nos ayudó, que omitamos lo que nos enseñó. De héroe aclamado por todos, ha pasado a ser un ídolo caído.

— Padre, yo no pienso que sea un ídolo caído, para mi siempre será un protector de la humanidad, y su recuerdo siempre permanecerá en mi corazón. 

— Vamos Aristóteles, el rey nos espera.


Nicómaco visiblemente emocionado, tanto por el recuerdo como por las palabras de su hijo, tomó fuertemente su mano y ambos se encaminaron con paso lento hacía el palacio.


FIN

domingo, 21 de agosto de 2011

REALIDAD SOÑADA


Otra noche más perdida entre tus brazos, sintiendo tú cálida respiración sobre mi rígida envoltura. Tus labios susurrando palabras que acarician y despiertan mis sentidos. Tus manos dibujando cada recoveco de mi cuerpo, manos acogedoras que intentan modelar una epidermis fría como el hielo.

Y como cada mañana mi despertar vacío, no puedo ver tu cara porque desapareces con la claridad del día. Sólo las sábanas revueltas son mudos testigos de nuestro desatino.

No quiero abrir los ojos a la realidad, sabiendo que me aguarda otro gélido día esperando tu regreso. Soñando con volver a sentir el roce de tu piel, anhelando notar él húmedo calor del volcán de tu aliento, que algún día conseguirá derretir esta dura capa que me envuelve. Y lograr ensamblar esa banda sonora de rumores sofocados,  componiendo ese Acto I de nuestra melodía particular; esa sinfonía inmortal, sin principio ni final, que provoque la explosión del éxtasis que logrará dinamitar ese trozo de piedra inanimada que forma mi cuerpo, y me dote de un alma enamorada que al fin pueda depositar mi amor en ti dándome vida.

FIN

jueves, 18 de agosto de 2011

DUERMEVELA



Jamás pensaron que el momento no era el más adecuado. Se conocían desde niños, habían compartido pupitre y juegos infantiles. Durante la pubertad aprendieron juntos que la vida compartida era mucho más hermosa. Que el terreno más accidentado se allanaba exclusivamente para sus pies y el cielo encapotado se volvía de un azul luminoso sólo para ellos. La vida se abría ante sus ojos  cómo el campo a la primavera.

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Gustavo era el chico más popular de la calle, guapo, inteligente, juicioso, honrado, comprometido con su gente y con sus ideales. Tenía vocación de líder, no en vano había sido nombrado capitán de la peña que todos los muchachos del barrio habían formado.

Antonia era la chica más guapa de toda la calle, alegre, desenvuelta y plenamente consciente de que despertaba la admiración a su paso. Por unanimidad, había sido nombrada la abanderada de la peña. 

No extrañó a nadie que el capitán y la abanderada decidiesen unir sus vidas. Qué les importaba a ellos que el país estuviese sumido en el caos, que el gobierno hiciese aguas, que los rumores de un alzamiento militar fueran tomando más cuerpo cada día. Gustavo no era ajeno a todo eso, de hecho, él sabía muchas más cosas que algunos de sus amigos, ya que pertenecía a las juventudes comunistas. Todo daba igual, ¿que importaba que el mundo se rompiera en pedazos, cuando su mundo sólo lo formaban dos personas?

Una alegre y soleada mañana de febrero se celebró la boda, una boda sencilla donde no faltó nada ni nadie. Toda la calle fue una fiesta, banderolas, farolillos, guirnaldas… Una hermosa ceremonia, dónde toda la vecindad participó; del más pequeño, al más anciano, comportándose como la gran familia que siempre había sido. 
Unos meses más tarde todo cambió de repente. Los rumores se hicieron reales, un golpe militar asoló el país. Gustavo fue llamado a capitanía y requerido en intendencia cómo teniente del ejército republicano. Apenas podía salir del cuartel, eran los primeros momentos de una guerra, todo el mundo era necesario. Llevaba una semana acuartelado sin saber nada de su familia, sin poder acercarse a su casa y comprobar si todos estaban bien. Antonia y él vivían con sus suegros pero a pocos pasos vivían también sus padres y sus hermanos. 

Estaba tratando de quitar una mancha de los pantalones cuando le llamaron; un chiquillo de su calle le traía noticias. Su mujer y sus suegros habían sido encarcelados. No sé sabía muy bien por qué, eran momentos revueltos en los que cualquier comentario, dependiendo de quién lo escuchase, podía tomarse por lo que no era, y su suegra al parecer había hecho algunos comentarios que a algunos vecinos les había molestado y los tres habían sido denunciados. 

Gustavo removió cielo y tierra para sacarles de allí, fueron unos meses muy duros. A pesar de que no podía abandonar el cuartel cuando quería, intentó que no les faltase de nada —todos los días su madre o alguna de sus hermanas iban a la cárcel a llevar comida, lo que buenamente podían conseguir— la ciudad estaba sitiada y no era fácil para nadie conseguir alimentos.

Al cabo de unos meses las mujeres pudieron salir del encierro, no así su suegro que había muerto víctima del hambre y los malos tratos. Antonia no era ni sombra de lo que fue, ni física ni mentalmente. 

La guerra seguía su curso, la ciudad cada vez más asediada, sufría continuos bombardeos, la comida escaseaba ya de manera alarmante. El gobierno hacía meses que había abandonado la capital y se había trasladado hacía otra población costera para tratar de salvar “in extremis” lo que ya era insalvable. O al menos tener una puerta de salida más fácil en caso de que todo se viese perdido. Sabían lo que significaba caer en manos del enemigo.

Todo tiene su final, y las guerras también. Un pequeño grupo de representantes del ejército republicano rindió la ciudad. Gustavo pasó a ocupar una de las celdas de la misma prisión que poco antes  había ocupado Antonia. Después de pasar unos meses angustiosos con la espada de Damocles sobre su cabeza, con una pena de muerte sobre la mesa de algún juez militar, gracias a la intervención de una familia adepto al nuevo régimen, fue puesto en libertad. 

Sabía que ya nada volvería a ser igual, que le sería difícil encontrar un trabajo acorde a sus aptitudes, pero lo malo había pasado. Al final se había terminado aquella maldita guerra, estaba vivo, su familia estaba sana y salva y sobre todo tenía a Antonia y dos manos para trabajar y ¿por qué no? El modesto tallercillo de calzado infantil, él había aprendido bastante del oficio los meses que había vivido en aquella casa junto a sus suegros.

Llamó a gritos a Antonia mientras subía de dos en dos los peldaños. Ellos vivían en un primer piso, pero hasta los vecinos de las últimas plantas salieron al portal a recibirle. Le costó trabajo desembarazarse de ellos y poder entrar en su casa.

Allí sólo le recibió un silencio aplastante y una nota sobre la mesa de la cocina. En ella Antonia se despedía de él. Había sufrido meses de cárcel, una guerra devastadora. No podía seguir así, el miedo a encontrarse cada día con la muerte le había hecho recapacitar, aún era joven y quería vivir, pero no vivir de cualquier manera. VIVIR, en todo el sentido de la palabra, conocer nuevos lugares, tener todos los lujos que pudiera permitirse, buena ropa, dinero, y sobre todo comida en abundancia, sin cartillas de racionamiento, sin tener que hacer largas colas para poder conseguir una mísera barra de pan. Gustavo no podía ofrecerla todo eso. El hombre que había conocido, sí.

Ni siquiera le quedó el consuelo de un divorcio, todos los matrimonios efectuados antes de la guerra fueron declarados nulos, para validarlos las parejas tuvieron que volver a casarse. A todos los efectos, él nunca había estado casado, y como soltero figuró desde entonces el apartado de estado civil en su DNI. 

Gustavo vivió  muchos años más,  y siempre con la extraña sensación de que los momentos más felices y trágicos de su vida habían sucedido en un duermevela real, del que sólo quedó un pequeño taller de zapatitos de niños, un papel que acreditaba un matrimonio que no tenía validez, un corazón de humo que cada día se le iba difuminando más, y al final de su vida una fría losa sobre la que cada día una mujer mayor y totalmente vestida de negro depositaba dos claveles rojos.

 FIN

domingo, 14 de agosto de 2011

SINÓNIMOS

























Dicen que la cobardía es un acto repugnante y miserable.
Dicen que es traidora y pusilánime,
que deja en la estacada
lo más sagrado de la vida humana.

Dicen que muchas ideas se perdieron,
Porque bellacos cobardes las silenciaron;
Prefiriendo huir ante la adversidad,
al no tener valor, y ocultar la realidad.

Esas son citas de sabios que nunca suelen mentir,   
y yo no soy nadie que las puede rebatir.

Pero cuando la cobardía se convierte en fidelidad,
cuando se calla por no dañar una amistad.

Cuando se bate en retirada para no infringir más dolor.
Cuando se baja la mirada para no delatar tu temor,
y que este sirva para poner a los demás en el paredón,
eso no es cobardía, es un acto de valor.

No me arrepiento de las veces que he enmudecido
por no herir a un compañero leal.
Las heridas provocadas al morderme los labios y callar,
son actos que no merecen medalla.
Muchos por el contrario dirán que es una felonía,
creyendo que es falta de tesón y cortedad.

Aun así, brindo por esos momentos
En que la vida se vuelve adversa,
convirtiendo dos palabras opuestas
en dos fieles compañeras de batalla:
cobardía y lealtad.

FIN

jueves, 11 de agosto de 2011

HECHOS CIRCUNSTANCIALES


El día era tranquilo, excesivamente tranquilo para aquella semana tan movidita que llevábamos. Hasta el mar, que la noche pasada había convertido el lujoso yate de recreo en una coctelera, estaba en calma. Yo estaba ya hasta el gorro de aquel viajecito de placer por las islas griegas, total, de esos famosos y mitológicos trozos de tierra sólo había visto los puertos. Aún no podía comprender que pintaba un cochero totalmente terrestre en un “barquito velero que surcó la bahía”, aunque la barquichuela hubiese costado una fortuna y pesase unas cuantas toneladas.

Eso habría que preguntárselo a mi jefa, la sin par Doña María Cándida Mascuerna del Charcoseco, futura heredera del condado del ídem. Que sabe Dios por donde andará esa localidad.

En cuanto a mí, como cualquiera con dos dedos de frente comprenderá, a estas alturas del siglo XXI tampoco soy cochero, más bien soy el chofer, lo que pasa es que me tocó la china el día de la boda. Doña Cándida que es muy suya —es decir una envidiosa de tomo y lomo— por esas casualidades de la vida— su boda coincidió con la de los Príncipes de Gales, y ella, una noble de tronío,  sin un duro porque las arcas de la familia estaban más secas que el charco de su título, no podía ser menos que una plebeya. Estando recién contratado, no me quedó otra que hacer un curso acelerado de conductor de calesas. A mí me quedó de por vida entre los compañeros el cartelito de cochero, y mi jefa se pudo lucir en coche de caballos del brazo de su flamante marido, Don Cornelio Cabras del Monte, un empresario en alza, plebeyo y pobre de nacimiento, pero ya se sabe; un poco de especulación inmobiliaria por aquí, un par de negocios turbios por allá, un piquito ingresado en una cuenta de cualquier entorno paradisiaco fiscal y “voila” ya tenemos un próspero e influyente hombre de negocios, sin ningún titulillo nobiliario que llevarse a la boca, pero con dinero para aburrir.

Lo suyo fue amor a primera vista, todo el amor que ella podía tener al dinero, y él, al deseo de medrar de una vez por todas y cambiar su estatus de nuevo rico por el de aristócrata que luce mucho más —eso si algún día se quería morirse ya de una vez su suegro, que el hombre a pesar de sus noventa años ya bien cumpliditos parecía que se había aferrado a este valle de lágrimas con una desesperación obsesiva—. Era tan grande la ilusión de la pareja, que ni se dieron cuenta de los chistes y las cuchufletas que circularon entre los invitados y el servicio debido a esa profusión de cornamentas en sus respectivos apellidos.

Y pensar que realmente la culpa de todo la tiene un puñetero anillo. Sí, hace un mes toda la casa se vio sumida en el caos y para mí supuso una de las mayores desgracias de mi vida. Estábamos todos en nuestros quehaceres cuando de pronto nos sobresaltaron los alaridos de la señora. Resulta que de su joyero había desaparecido uno de sus anillos, el más valioso, una enorme esmeralda engarzada a un aro de oro blanco por una cantidad nada despreciable de diamantes diminutos. El pedrusco le debió de costar una fortuna a Don Cornelio, pero es que los disgusto de doña Cándida hay que pagarlos, y éste si mal no recuerdo fue por el soponcio que se pegó cuando sufrió el aborto —un aborto de un embarazo psicológico, como esos que tienen las perras, en fin ya me callo que no quiero que nadie se lo tome a guasa je,je,je— Todos buscamos como locos el anillo por toda la casa, pero no apareció por ningún sitio; conclusión de los señores: Eso había sido un robo, y no un robo cualquiera, esa casa estaba fortificada contra cacos y maleantes de todas las especies. Así que el ladrón tenía que ser de dentro, y fue a mi pobre Rosita a quien le tocó cargar con el muerto.

Rosita era la doncella de Doña Cándida, de hecho, era la heredera, de la heredera, de muchas herederas de las doncellas de muchas marquesas de Charcosecos, y es que en la nobleza, al igual que las señoras heredan los títulos, las doncellas heredan el puesto de trabajo. Rosita, la mujer de mis sueños —ahora que a mis cuarenta y diez años había conseguido encontrar el amor de mi vida, va un puto anillo y me lo chafa— se vio en la calle, compuesta, sin trabajo, con un novio que languidecía por ella y eso sí, afortunadamente sin haber dado con sus huesos en la cárcel, porque no se encontró ninguna prueba contra ella. Según la policía no había ningún hecho fehaciente y todo eran pruebas circunstanciales —bueno esa fue la manera fina en que el inspector dijo a Doña Cándida que menos lobos caperucita y que para culpar a alguien de un delito había que tener algo más que una excelente imaginación—. Estuve por hacer las maletas e irme con ella, no podía con la indignación, pero mi Rosi como buena doncella, es una persona muy práctica y me dijo que donde íbamos a ir los dos sin trabajo,  era mejor que yo aguantase allí un tiempo hasta que ella encontrase otra cosa y entonces ya pediría yo el finiquito.

Y ahora, que tenía que estar disfrutando mi merecido mes de vacaciones junto a mi novia, me tocaba hacer guardia en aquel jodido barco, todo porque había que estrenarlo en condiciones —el barquito de lujo era el regalo de don Cornelio para paliar el disgusto por la pérdida del anillo, si ya he dicho yo que los disgustos de esta señora son sonados— con la flor y la nata de toda la “jet set” (políticos del momento incluidos) nadie de la servidumbre era prescindible. Ni siquiera yo, que aún me pregunto qué pinta un chofer en alta mar ¡joder!, que esta vez nadie me había pagado un cursillo para manejar un cacharro marino.

— ¡Dios mío, Dios mío!, ¡que disgusto más grande! —escuché gritar a Gracia, desde el salón azul, una réplica del saloncito de visitas que Doña Cándida tenía en la casa. La muchacha era la nueva doncella, una chica muy joven y que aún estaba muy verde en el oficio.

— ¡Ay Lorenzo! Que he ido a dar las hierbas a Crispín como todas las mañanas, ya sabes que el pobrecito sufre de estreñimiento y hay que darle la infusión para ayudarle a evacuar. Pues ha sido dárselo y se ha caído del palo, ahora no se mueve.

Crispín es el loro de doña Cándida, no quiero decir que ella sea un loro, —en todo caso sería una arpía— es su mascota y el primer pájaro con estreñimiento que he conocido en mi vida, aparte de ser un bicho chivato. Ojito con lo que hablas delante de él que luego todo lo casca el puto pajarraco. Pero esta mujer es así de extravagante, no puede tener una mascota normal y sobre todo que no hable.

Efectivamente Crispín estaba en el suelo, patas para arriba y más tieso que la mojama.

— ¿Pero que le has dado? —pregunté.

— Lo mismo de siempre —gimoteó Gracia— he cogido un puñado de hojas y las he cocido, creo que eran las mismas, es que Giovanni hoy está histérico. Pedro, el pinche, está con la resaca y el mareo de la nochecita que hemos pasado y cómo se le amontona el trabajo está de un humor de perros. Ha empezado con el “porca miseria” y el “presto, presto, andiamo, andiamo” y me he puesto nerviosa.

Ni que decir tiene que Giovanni, se llama Fulgencio y es de Cáceres, pero cuando se dio cuenta que para tener más prestigio en su oficio y ganar más dinero era mejor hacerse pasar por un prestigioso chef italiano, no dudó un momento en hacer unos pequeños cambios en su curriculum, aunque jamás le hubiésemos oído pronunciar más palabras en ese idioma que las que había escuchado Gracia.

Cogí al bicho y corrimos a la cocina aprovechando que Giovanni estaba en la despensa.

— La infusión se la he hecho con esto. —Gracia me señaló un puñado de ramitas que descansaban sobre la encimera.

— ¡Insensata!, ¡eso es perejil! Has envenenado al pajarraco—. La chica comenzó a temblar y yo sentí una pena inmensa, me acordé de Rosita, y no quise que a esta pobre muchacha la echasen también sin contemplaciones— venga no llores todo tiene arreglo. Diremos que Crispín se ha escapado, siempre está suelto y con la tormenta de esta noche es fácil que el ojo de buey se haya abierto y el loro asustado haya salido volando, la excusa del mal tiempo hará el resto, se perdió en medio de la tormenta y no supo regresar. Lo único de lo que nos tenemos que preocupar es de deshacernos del cuerpo del delito. Si lo encuentra Doña Cándida es capaz de pedir una autopsia. No te preocupes estando en medio del mar no nos será difícil hacer desaparecer a este saco de plumas, aunque… ¡coño!, Este loro está más gordo de lo normal…


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Un cúmulo de hechos circunstanciales hizo el resto.

De la forma más tonta al subir de la despensa Giovanni tropezó con el pie de Gracia y se hirió en la cabeza, una pequeña brecha sin mayor importancia, que le mantuvo todo el día alejado de la cocina. A falta de pinche y de cocinero, yo, que ya fui cochero antes que chofer, y —como dice el refrán— cocinero antes que fraile, me ocupé de la cena de aquella noche.

A la mañana siguiente hicimos escala en Corfú, un servidor hizo la maleta, me escabullí en el puerto con un lindo regalito en mi bolsillo, el fabuloso anillo perdido que… otro hecho circunstancial, me encontré en la tripa de ese loro cabrón, chivato y ladrón.  Por su culpa mi pobre Rosita se llevó el disgusto del siglo. Con los ahorros de los dos nos podríamos pagar un viaje en primera a Brasil donde sería fácil cambiar el anillo por dinero contante y sonante… mucho dinero. Total, a Cornelio sólo le costaría pagar otro capricho, ¿qué sería esta vez?, ¿un avión de oro macizo?, no me extrañaría nada. A mí desde luego no me quedaba ningún remordimiento, dicen que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. ¿Qué les pasará a quienes se lo zampan?  Yo no me hago responsable de nada, a mí que me registren, al fin y al cabo…

…Se lo comieron en el festín y les resultó delicioso.

FIN

domingo, 7 de agosto de 2011

AMBICIÓN CORROMPIDA


“Cariño mío, sé que hice mal. Fui un mal nacido —por usar un apelativo suave—  Ya sé de sobra que nunca te gustaron las palabras malsonantes.  Jamás podré perdonarme el daño que te he hecho, por favor, te ruego que no acudas a esa cita. Me da igual lo que pase conmigo, no me importa nada mi destino, lo mismo da sí termino en la cárcel por deudas, como si termino tirado en alguna cuneta asesinado por los esbirros de “Il Biondo“. Mi amor, la vida sin ti ya no tiene sentido. Cada vez que recuerdo lo que hice anoche, cada vez que evoco la pasada escena entre la nube de tabaco y los vapores del alcohol no me reconozco. ¡Como pude cometer esa vileza! Yo, uno de los hombres más afortunados de esta zona del país y descendiente de una de las familias de más abolengo de La Campania”.


Al llegar a este punto, el hombre que ocupaba la habitación 56 de aquella lujosa residencia de ancianos —situada frente al mar en uno de los parajes más hermosos de Italia y sin duda de todo el planeta—  rompía en el llanto más desconsolado.


Una mujer ya madura, le contemplaba desde el umbral de la puerta. Era la única visita que recibía aquel anciano, pero nunca pasaba de la puerta. Acudía puntualmente muy temprano cada mañana de sábado y permanecía no más de quince minutos allí, contemplando aquella figura consumida por el tiempo y el dolor. Desde hacía más de dos años ese era su ritual. Y aquel hombre ni siquiera la miraba, nunca fue consciente de la sombra que le contemplaba desde el quicio de la puerta.



— Buenos días señora —la cuidadora que pasaba con la bandeja del desayuno sobresaltó a Nelleta que estaba inmersa en sus pensamientos contemplando al hombre lloroso. No era la cuidadora habitual que solía atender al anciano así que supuso que sería nueva— Pobre hombre siempre está así, se pasa horas y horas sentado en la silla contemplando ese retrato con el que habla; lo acaricia, lo besa y siempre termina llorando desconsoladamente. ¡Que lástima verlos así! ¿verdad? Yo pido cada día que mis padres sigan aún juntos mucho tiempo, son tantos años compartiendo su vida que estoy segura que el día que falte uno de los dos será el final del otro. Imagino que la mujer del retrato debe ser su madre, era muy hermosa, no me extraña que su padre haya caído en este estado.


— Ese hombre no es mi padre —cortó secamente.

—  ¡Oh!, lo siento yo pensé… en fin que a estos lugares por caros y lujosos que sean sólo suelen venir los parientes más cercanos…

— No importa, usted no tenía porque saberlo —dijo Nelletta mientras sacaba un billete de su monedero y se lo tendía a la cuidadora— Por favor, mientras esté a su cargo, cuídelo bien.

La parlanchina mujer no hizo ningún gesto de desaprobación, tomó el dinero sin inmutarse y se lo guardó dentro del sujetador.

— Es que no nos consienten coger propina, dicen que ya nos pagan suficiente ¡ja!, ya quisiera verles yo criando cuatro hijos y con el marido en el paro. Gracias señora una ayudita no viene nada mal. ¿Viene usted muy a menudo por aquí? No lo digo por nada, ya sabe usted, es que así podría comprobar usted misma el trato que recibe este señor. Me llamo Tatiana, señora, si viene en alguna ocasión y no me ve por aquí, no dude en buscarme y pedirme cualquier cosa que necesite.

Nelletta miró a la mujer con frialdad, sabía lo que escondían las palabras serviles de, esa mujer. Solapadamente le estaba diciendo que esperaba verla para recibir su  propina asiduamente. Ahora comprendía porque había tenido el reflejo espontáneo de ofrecerle dinero. Algo que jamás le había ocurrido antes con el resto del personal. Cada vez tenía más claro a donde podía llegar la ambición humana. Ella mejor que nadie lo sabía.

Salió de allí con paso rápido, ni siquiera se despidió de Tatiana, el comportamiento de aquella mujer la había traído malos recuerdos, necesitaba salir de allí y tratar de tranquilizarse. Antes de coger el coche decidió sentarse en uno de los bancos situados frente al mar. Nelletta vivía en Nápoles, pero siempre había amado la costa Amalfitana plagada de acantilados y en especial adoraba Positano donde tenía una villa para los fines de semana y el período de vacaciones. Encendió un cigarrillo y lentamente fue aspirando su humo junto a la brisa marina. Cerró los ojos y sintió el roce de la humedad en su rostro.

No sabía que era lo que una y otra vez la arrastraba hacer aquella visita semanal, pero siempre que pasaba por Sorrento de camino hacía su villa algo que no podía explicarse le hacía detenerse en aquella residencia situada frente a la costa —que tampoco tenía ningún reparo en pagar a pesar del alto coste de las facturas—  y pasar unos minutos contemplando al hombre que había sido el causante del mayor sufrimiento de su madre. Mario di Egidio, el apuesto, joven, y rico heredero de una de las mejores familias napolitanas y que se enamoró perdidamente de una joven modista sin medios, Paola. No importaron los impedimentos de la familia —que pretendían emparentar con otra rica familia— ni tan siquiera los comentarios de los amigos. Todo fue inútil, la pareja contrajo matrimonio y poco a poco la educación, la dulzura y la belleza de Paola fue ganando terreno a los prejuicios iniciales.

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Todo iba viento en popa, la pareja cada día era más feliz, hasta que arrastrado por alguna mala compañía, Mario empezó a frecuentar garitos de juego. El subidón de adrenalina que le proporcionaba el riesgo del juego, junto a pequeñas y fáciles ganancias que fueron aumentando de forma progresiva despertaron en Mario una enfermedad, latente pero oculta hasta entonces: la ludopatía.

Sin darse cuenta, las ganancias fueron disminuyendo, cuando ya estaba poseído por aquella tentación, sin apenas darse cuenta fue perdiendo. Pequeñas cantidades al principio, nada importante hasta que cegado completamente por aquella sin razón que le corroía por dentro empezó a perderlo todo.


Ni siquiera se dio cuenta de que en su última partida, la de la noche aciaga, Antonio Conte, el propietario de uno de los hoteles de lujo de Nápoles y de dos de los restaurantes visitados por la alta sociedad de la ciudad, se sentó a la mesa de juego. Lo que Mario ignoraba, es que esos tres locales de buen tono y alto standing era la forma en la que Antonio —conocido en los bajos fondos como “Il Biondo” debido al color de su pelo, algo inusual en aquella zona— eran los negocios legales que le servían para blanquear el cuantioso dinero que ganaba en sus tugurios de juego y prostitución.

Al principio Mario no sospechó nada, para él Antonio era alguien conocido, si bien no estaba dentro de su círculo de amistades más cercanas, era asiduo de sus restaurantes donde cenaba a menudo solamente con Paola o en muchas ocasiones rodeados de amigos. Incluso habían estado en varias ocasiones en la sala de baile de su hotel, un lugar conocido y donde la alta sociedad napolitana acudía con mucha regularidad.

La noche no fue propicia. Mario veía cómo iba perdiendo todo, de las grandes cantidades de dinero, fue pasando a las fincas y al final se jugó la casa, su mansión familiar, la casa donde habían vivido todos sus antepasados, donde había nacido y donde residía ahora con su amada Paola. Mario estaba al borde de la desesperación, empezó a darse cuenta que Antonio no era lo que parecía ser.

— Te propongo un trato amigo —dijo Antonio— La mala y la buena fortuna no son eternas, está claro que hoy no es tú día pero, quien sabe si ahora da un giro y te toca ganar a ti.

— No digas tonterías, ya he perdido todo lo que tenía que perder, no me queda nada. ¡Dios mío, como he podido ser tan estúpido!, de qué viviremos ahora, cómo voy a presentarme ante Paola en esta situación.

— Paola tiene mucho que ver en mi propuesta. Juguemos otra mano, o todo o nada. Si tu ganas te perdono la deuda y te devuelvo los pagarés a cuenta de todas tus propiedades, junto con el dinero en efectivo. Si pierdes, yo me quedo con todo —una sonrisa que a Mario le pareció la misma que podría lucir Satanás asomó a los labios de Antonio— y cuando digo todo, en el paquete incluyo a Paola, es una mujer bellísima que luciría como un diamante en cualquiera de mis burdeles ja,ja,ja,

Aquella atronadora carcajada heló la sangre de Mario, el corazón comenzó a golpear su pecho y tuvo la sensación de que una mano oprimía su garganta hasta asfixiarle.

— Pero Paola jamás aceptará algo así, te recuerdo, vil sabandija, que Paola es mi esposa no mi esclava, es una persona libre que no está expuesta a la compra o a la venta.

—  Te equivocas “mio caro amico”, ella aceptará. No he tenido un trato directo con vosotros, tan sólo hemos intercambiado los saludos corteses de rigor, y alguna que otra conversación social, pero la he observado en muchas ocasiones sé como actúa, sé también que es una mujer de principios que pagará su deuda, que es la tuya, al fin y al cabo tu ruina te la has buscado tú sólo, nadie te ha obligado a convertirte en un jodido ludópata, mientras que ella se puede convertir en tu salvación. Lo bueno que tiene trabajar y tener negocios cara al público es que te vuelven un poco psicólogo. — La forma de hablar serena, reposada e incluso con un matiz cálido en la voz contrataba con la máscara gélida que cubría el rostro de Antonio.

— ¿Qué te he hecho yo para que me odies tanto?

— No te confundas, ni pretendas valorarte más de lo que eres.  No te odio ni más ni menos que al resto de los de tu clase. Yo no era nadie, el hijo de un sencillo agricultor al que vi morir reventado a trabajar para poder pagar el arriendo de las tierras a un señor cada día más exigente que no le perdonaba una mala cosecha, aunque esta fuese debida a la inclemencias del tiempo. Fui testigo de cómo mi madre viuda y con tres hijos a su cargo se iba quedando sin vista obligada a coser horas y horas para podernos dar algo —más bien poco— de comer. Mi hermano mayor murió a causa de una paliza, le pillaron robando, estaba débil debido a la mala alimentación y se les pasó la mano, sólo quería robar un poco de comida para nosotros, a veces la vida humana tiene sólo el valor de una pieza de salami y una hogaza de pan.

Mario estaba hundido, no le quedaban ni fuerzas para coger a aquel cabronazo y retorcerle el cuello, o al menos intentarlo, sabía que sus esbirros jamás lo consentirían y se vería en el trance de perder lo único que le quedaba, su vida. Pero eso tampoco le importaba demasiado, simplemente ya no le quedaban fuerzas ni para el arrojo, ni para lanzarse a la desesperada. Sólo era consciente de que aquel individuo vengativo y resentido le iba a cobrar algo de lo que no era responsable. Aunque en algo si tenía razón, aquel maldito cabrón, él era el único responsable de su desgracia.

Mario jugó, la desesperación, la ingenua certeza de que el cielo no permitiría que arrastrase a Paola a aquel pozo de fango, la creencia de que Paola jamás se avendría a algo así, o simplemente ese punto de ambición corrompida, en el fondo quería recuperar todo, era sólo una jugada, en el que las fuerzas estaban medidas, uno contra uno y las cartas sin marcar —Antonio se lo había asegurado y él a pesar de notar en su gesto y su mirada que no le mentía lo había comprobado— La suerte estaba echada, él, Mario di Agidio no se resignaba a convertirse en un don nadie, él que lo había tenido todo no podría salir adelante sin nada. En el fondo de su alma ambicionaba ganar.

Pero la fortuna es caprichosa y Mario no ganó. Paola cumplió su deuda, y a pesar de los ruegos de Marío hizo su maleta en silencio. Estaba dolida, enfadada, y sobre todo defraudada de la vida. Por negro que fuese su destino nada podía ser peor que el desengaño de verse traicionada por el hombre al que se había entregado en cuerpo y alma, a quien hizo partícipe de sus ilusiones, de sus miedos, con quien había compartido la riqueza y con quien no la hubiese importado vivir en la pobreza, después de todo ella era de origen humilde, jamás lo negó ni pretendió ser lo que no era, nunca se avergonzó de lo que había sido en el pasado, porque no había nada de que avergonzarse. De sus labios no salió ni una palabra de reproche, ni un gemido, se fue dando un fuerte portazo, sabiendo que su silencio y el haber accedido al trato de Antonio era el mayor castigo que Mario podría sufrir.

Paola no terminó en un burdel. Antonio, al verla desvalida, pero digna, con su pequeña maleta en la mano donde llevaba lo poco que poseía, las pocas pertenencias con las que, un día feliz, entró en la Mansión Agidio ilusionada y con el corazón rebosante de amor; se apiadó de ella y le ofreció trabajo en su casa como ama de llaves. Al poco tiempo la piedad se convirtió en amor, un amor redentor, que transformó a ese hombre solitario, receloso y vengativo en una persona honrada. Paola no quiso saber nada de las riquezas mal adquiridas de Antonio, vendieron todo, incluso las posesiones de Mario, que Paola se negó a volver a pisar. Cerraron los garitos, se deshicieron incluso de los negocios legales, el hotel y los restaurantes, donando todo el dinero a asociaciones benéficas en especial de viudas y huérfanos, lo que hizo que Antonio se congraciase con el mundo que había odiado.

Con una pequeño capital se embarcaron en un pequeño negocio textil, iniciando ambos una nueva vida, al pasar el tiempo prudencial y ante la desaparición de Mario —nadie volvió a saber nada de él— Antonio y Paola pudieron casarse, el pequeño negocio se convirtió con el paso de los años en una próspera empresa, que ahora tras la muerte de sus padres, hacía varios años regentaba su hija.

Hacía ya más de dos años que un día por casualidad, Nelletta se tropezó  con un hombre anciano y harapiento que pedía limosna a la puerta de su negocio. Junto a él tenía un retrato, en ese momento supo que aquel hombre era el mismo a quien su madre nombró en sus últimos momentos.

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Nelleta Conte arrojó al suelo y pisó la colilla de su cigarrillo, se levantó y su vista se dirigió a la ventana que sabía era la de la habitación de Mario. Se le erizó la piel cuando vio el torso del hombre pegado a la ventana, abrazado al retrato de Paola, la sonreía a través del cristal. Era la primera vez en todo aquel tiempo que Mario la miraba.

FIN