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jueves, 29 de diciembre de 2011

HUMO Y LEÑA



La mañana había amanecido radiante; el sol se filtraba a través de una fina capa de nubes que no llegaban a teñir el cielo de blanco, ni mucho menos ocultar los rayos de sol.

Y yo me sentía feliz, tras muchos días de estar encerrado en casa, al fin, podría salir al aire libre, jugar por el prado y ver las montañas que me rodeaban en todo su esplendor. La lluvia había cesado y ahora todo se veía mucho más nítido y los colores eran más brillantes. Era como si aquella cortina de agua hubiese lavado el paisaje.

Mi pueblo es muy bonito ¡sí señor! O, eso me parece a mí, tengo que confesar que no he salido de aquí desde que nací; pero estoy completamente seguro de que es así, yo no podría vivir en otro lugar. Me gusta contemplar cada mañana las altas cimas, el prado verde, las casas de los vecinos con sus tejados de pizarra y la fina columna de humo que, saliendo por las chimeneas, se eleva hasta diluirse con el aire, dejando su rastro, ese olor tan peculiar a la leña quemada, a esos troncos que crepitan en los hogares. Uhmmm me parece nuestros vecinos hoy han echado junto con la leña algunas piñas secas. Seguro que la señora Bienvenida está preparando la lumbre para hacer una cena rica, rica.

Hoy es un día especial, sí, esta noche habrá fiesta grande, con muchas cosas buenas que comer. La gente está más contenta, y se les ve a todos más felices. Todos se ríen y se saludan más amablemente que de costumbre, aunque tengo que reconocer que aquí la gente es muy sociable; al ser un pueblo muy pequeño nos conocemos todos y los vecinos estamos muy unidos, somos como una gran familia.

Estoy tan contento que voy a cantar, me apetece mucho, el otro día escuché una canción sobre unos peces que beben en los ríos, es muy fácil y seguro que no lo hago del todo mal; entre mis múltiples cualidades no está la del canto.

¡Anda! Pero si viene a vernos el señor Dionisio, nuestro vecino más cercano y el  marido de la señora Bienvenida; voy a lucirme un poco, seguro que le gusta mi canción.

— ¡Buenos días Dionisio!

— ¡Buenos días nos de Dios, Blas! Qué, ya preparando todo para esta noche ¿no? Hasta aquí nos llega el olorcillo de esa lumbre de la Bienve. A la Satur también la tengo ya liada desde bien temprano en la cocina.

— Ya te digo, pero si parece que sólo se come en estos días. La Bienve lleva desde las  seis de la mañana trajinando y a mí casi me ha echado de casa para que viniese a verte. Bueno entonces me cobras lo acordado ¿no? Ni un duro más que con la puta crisis no estamos para muchas alegrías.

— Sí, hombre sí, no te preocupes, este año no ha sido del todo malo y mis ovejas han parido bastante y bien, pues ¡ale!, elige tú el cordero que más te guste.

— Pues no sé, tú eres el experto, ¿Qué me aconsejas? Ya sabes que lo mío es la madera, yo de animales no entiendo “na de na”.

— Cualquiera de los que ves, te aseguro que este año la carne es buenísima, con tanta lluvia, a Dios gracias, los pastos han sido generosos. El Hipólito y el Macario se llevaron dos para la Inmaculada y están contentos.

— Bueno pues creo que me llevaré a ese que bala tanto, que gracioso es el “condenao”, pero si parece que se quiere lucir y todo, porque es un animal, si no yo diría que está cantando para mí ja,ja,ja.

— Pues como quieras Dionisio, pásate de aquí a un par de horas y ya te lo tendré preparadito.

Parece que están hablando de mí. ¡Sí, me están mirando! Ya sabía yo que al señor Dionisio le iba a gustar mi canción, pero… si creo que me va a llevar con él a pasar la fiesta de esta noche a su casa. Ummm estoy deseando probar esas comidas tan sabrosas que debe hacer la señora Bienvenida, menudo olorcillo sale siempre de su cocina.

FIN


domingo, 25 de diciembre de 2011

UNA SEÑORITA MUY DESPISTADA


¡Hola, soy Quyllur!
Hola, me llamo Quyllur y soy la más pequeña de mis hermanas… bueno era, porque desde hace… tampoco lo sé, es que nosotros no hacemos las cuentas igual que vosotros, y como mi padre Janaxpacha el grande, el majestuoso, el fantástico, el… (Me voy a dejar de peloteo que me va a dar igual, a papá no se le engaña con cuatro mimos ¡Menudo es él! y yo, francamente, no es que haga méritos para tenerle muy contento; era un desastre antes, y lo sigo siendo ahora). Pues eso, que como dice el grande, el majestuoso, el… ¡Huy! pero si creo que esto ya lo había dicho ¡Vale! ¡Vale! Ya me callo que empiezo a ver caras gruñonas ¡Caray! Que poco sentido del humor tiene la  gente. Que soy muy despistada ¡leñe! y hay veces que me meto en algún embrollo y claro papá se me enfada.

Como en el que me metí hace… uno, dos, tres… nada que soy incapaz de hacer las cuentas necesarias para que me salga la cifra, que no sé si tengo que multiplicar el número de nuestros años y dividirlo por los vuestros, o es al revés, mejor lo dejo en mucho, pero muchos años, y así quedo mejor.

En realidad la culpa no fue mía, la causante fue mi hermana mayor, Paqarixch'aska, la más lista y la más hermosa de todas, y somos muchas ¿eh?

Mi hermana llevaba muchos años enamorada de un joven, al parecer, bastante atractivo —yo no lo puedo afirmar porque jamás le conocí, en su última visita, aún yo no había nacido—. Y es que el muchachito le salió un pelín viajero, y le veía de pascuas a ramos, como decís vosotros. Por lo visto el novio de mi hermana —o eso se creía ella porque aún no había venido a pedirle su mano a papá—, era un tanto voluble e inquieto, se ve que al mozo no le gustaba mucho estar quieto en un sitio y sólo se le veía cada ciertos años; a saber por donde andará el menda este durante tanto tiempo.

A lo que voy, que aquel año del que no quiero acordarme (esto no va aquí, no pega mucho, pero no sé, me suena de algo; aunque me parece que quien lo decía se refería a un lugar y no al tiempo; bueno y yo que sé). El caso es que el fugaz y dudoso prometido de mi hermana iba a aparecer por no sé que sitio y claro, tenían una cita, una cita efímera porque creo que Tisi es tan rápido que como mucho les daría tiempo a darse un besito y poco más, y luego vuelta a esperar otros tantos años.

En fin, que las cosas se torcieron para la pobre Paqarixch'aska, papá le dio un encargo ineludible, y mira que la pobre lloró y suplicó de rodillas, pero papá cuando se pone serio puede ser terrible. Yo siempre he tenido la sospecha de que su cometido no era tan importante, ni tan imperioso; para mí que el propósito de papá era evitar este encuentro, no sé porque me da en la nariz que ese proyecto de yerno no le terminaba de convencer.

Y ahí estábamos, papá sordo a los llantos, Paqarixch'aska deshecha en un mar de lágrimas y el resto de mis hermanas y yo sin saber que hacer.

— Quyllur, hermanita querida, tú eres mi única esperanza. ¿Me podrías hacer un favor muy grande, muy grande? Estoy convencida que eres la única que puede ayudarme. Papá está imposible y nuestras hermanas tienen mucho miedo a desobedecerle; pero tú eres valiente; sé que no me defraudarás. ¿Podrías ir tú al lugar de la cita y llevarle esta nota a Tisi? Es tan importante para mí, no podré volver a verle hasta dentro de muchos años. Por favor, por favor, pídeme lo que quieras a cambio, te debo una y te estaré eternamente agradecida —me suplicó mi hermana.

Yo era —todo hay que decirlo— bastante osada, y siempre me había importado un bledo las regañinas de papá. Además tengo que decir que otra cosa pesó mucho en mi decisión. Tenía una gran curiosidad por conocer a mi futuro cuñado. Había oído hablar tanto de este ser bello y maravilloso que en ese momento hubiese dado cualquier cosa por conocerle.

— Vale nena, yo te hago el favor, si tú me explicas donde tengo que ir, yo iré gustosamente.

— ¡Gracias Quyllur! Eres un cielo. —ejem, aquello me hizo mucha gracia— Es muy fácil, sólo tienes que ir hacia el oeste en línea recta.

¡¡Que guay!! Aquello prometía ser muy sencillo, pero sólo prometía, luego la práctica…

En fin, que salí aquella mañana muy dispuesta a emprender mi camino, ¿Qué camino? Tenía que ir hacía el oeste pero, ¿dónde estaba el maldito oeste? Izquierda, derecha… arriba, abajo. ¡Cachis en la Vía Láctea! Tenía que haber prestado más atención a las clases de la señorita Geographia, pero ya no había vuelta atrás. Yo siempre había sido de seguir mis impulsos… o sea, que me iba a dar igual, total se me había olvidado todo, todo, todo, ¿dónde estaría el oeste? Pues vaya usted a saber, total, tenía las mismas posibilidades de acertar, era cara o cruz.

El Desierto
Aquel camino me  gustó, vi  muchas cosas a cada cual más interesantes, pero mejor no me preguntéis porque creo que se me ha olvidado todo je,je,je. Todo fue bien hasta que empezó a caer la noche. De buenas a primeras me vi inmersa en un mundo desconocido, hacía mucho tiempo que no veía ninguna población. Entré en un lugar que nada más que era arena y más arena; y todo estaba oscuro, muy oscuro. El miedo comenzó a invadirme, aquel sitio era extraño y muy solitario, y sobre todo frío, muy frío; inmediatamente empecé a echar de menos las regañinas de mi padre, los parloteos sin sentido de mis hermanas, mi hogar y, sobre todo, una buena fuente de calor.

Cuando más desesperada estaba vi una luz a lo lejos y sin dudarlo me acerqué allí, no sabía si aquello sería meterme más en la boca del lobo, ni quienes serían los artífices de aquella luz, pero en esos momentos aquello significaba una guía, calor y sobre todo compañía.

Era una hoguera y a su alrededor me encontré a unos tipos de lo más curiosos, la verdad es que a pesar de sus extraños ropajes y su conversación tan rara (no había ni Dios que les entendiese) me parecieron bastante honrados, vamos que me dieron buena espina, y hasta me resultaron simpáticos, en especial porque eran tan “despistaetes” como yo.

Sí, los pobres estaban tan perdidos como yo, habían salido de sus hogares buscando no sé que… ¡Vaya, otra cosa que se me ha olvidado! Y ahora no sabían donde ir. Yo creo que les caí bien porque no tuvieron ningún reparo en fiarse de mí y continuar mi camino. Pobrecitos, si a ellos les ilusionaba la idea, no iba a ser yo quien le desanimase, al fin y al cabo siempre era más agradable hacer el viaje acompañada.

Anduvimos juntos varias jornadas, mis nuevos amigos parecían gente seria y además debían ser muy importantes. De eso me di cuenta cuando, después de muchos días vagando por un desierto que parecía interminable, entramos en una ciudad. Yo me quedé flipada cuando el jefazo de aquel lugar nos dio cobijo en su morada. Por cierto, aquí, ahora que nadie me oye, aquel sujeto no me gustó un pelo; todo amabilidad, todo simpatía, pero yo me olí algo; aquel individuo tenía un no sé que siniestro que me repelía.

Estuvimos allí muy a mi pesar un par de días. Por fin mis compañeros decidieron ponerse en marcha, para mí, que a ellos tanta solicitud y tanta preguntita insidiosa de nuestro anfitrión  también les tenía un poquito hasta las narices.

Después de descansar en un castillo bastante confortable nos resultó un poco pesado vernos otra vez en aquellos polvorientos caminos. Ya bien entrada la noche, para nuestro regocijo vislumbramos una nueva población; era mucho más pequeña que la otra, pero nos serviría para descansar hasta el día siguiente.

A la entrada, justo antes de llegar a las primeras casas contemplamos un viejo establo, yo me quedé quieta; la estampa que vi me asombró. En aquel lugar tan poco propicio y rodeados de animales había una pareja, el hombre era de mediana edad; la mujer, mucho más joven y muy hermosa, acunaba en sus brazos a un niño recién nacido no muy bien vestido, por cierto, el pobrecito apenas estaba cubierto por unas pocas ropas, seguro, seguro que si no hubiese sido por el calor del vaho de la respiración de la mula y el buey que estaban junto a ellos no habría podido sobrevivir a aquella gélida noche.

No pude evitar pararme en aquel lugar, un sentimiento nuevo para mí me invadió. ¿Cómo era posible que aquellos pobres estuviesen ahí? ¿Nadie había sido capaz de darles un alojamiento más adecuado? Era vergonzoso que un niño de pocas horas estuviese en ese lugar, con aquel tufillo de los animales, ¡ufff que asquito! Hasta yo, que como me decían en casa, siempre estoy en las nubes (que cosa je,je,je decirme eso a mí) me daba cuenta que aquello era una aberración.
Mi noche más importante

Me quedé de piedra cuando vi que mis amigos se adelantaban y, ¡madre mía! ¡madre mía! Se ponían de rodillas ante ese trocito de carne insignificante y diminuto (porque francamente el niño era muy, muy chiquitín) y cada uno le ofrecía un cofre con regalos. ¡Caray! Vaya suerte la de ese pequeñajo, pero si hasta el más vejete de mis compañeros le dejó un cofre con oro.

Cuando más extasiada estaba con esta escena, vi que el niño me miraba fijamente y me sonreía. En todo este tiempo no he vuelto a sentir algo tan especial, noté un calorcillo muy agradable que invadía todo mi ser. Y, de repente, me sentí brillar, un vestido resplandeciente, un hermoso vestido de cola brillante cubría mi modesta y polvorienta ropa de viaje. La luz me envolvió, o era yo quien iluminaba a los demás, no lo sé. Lo único que recuerdo es que a la llamada de aquella luminosidad que nos rodeaba empezó a llegar un montón de gente que se fueron agolpando alrededor de aquel modesto pesebre, todos iban a adorar y a postrarse a los pies de aquel niño.

Está claro que no me encontré con Tisi, ni pude entregarle el mensaje de mi hermana; pero de vuelta a casa ya no era la misma. Seguía siendo la despistada, la alocada Quyllur; pero había crecido, ahora era más hermosa, más grande y más luminosa.

De vez en cuando aún tenía que soportar los enfados de mi padre, y sobre todo alguna puyita de Paqarixch'aska, ambas cosas las soporto con bastante tranquilidad, no me queda otra. En el fondo entiendo a mi pobre hermana, mi despiste la ha hecho convertirse en una solterona, ese engreído de Tisi, jamás le perdonó que no acudiese a su cita —aunque aquí entre nos, yo tengo mis serias dudas de que esa relación hubiese llegado a buen puerto— ¿Qué se puede esperar de un novio que deja plantada a la novia tanto tiempo y luego pretende que la pobre esté a su disposición con sólo chascar los dedos?

— De verdad Quyllur que no se te puede encargar nada, mira que confundir el camino del oeste y dirigirte a Oriente. Eres un desastre, jamás harás nada a derechas —me regaña mi hermana cada dos por tres, con ese tonillo de superioridad quisquillosa que la invade desde que se ha dado cuenta que se quedará soltera para los restos.

Yo, que soy muy digna, y aunque soy una buenaza, también tengo mi puntito de mala leche cuando me pinchan, siempre le contesto lo mismo.

Mis compañeros de viaje
— Seré despistada y no serviré para nada, pero chincha rabia bonita que soy mucho más famosa que tú.

Y que me siento yo muy orgullosa cada vez que recuerdo la despedida de mis queridos compañeros de aventura, que luego resultó que eran reyes y magos ¡toma castaña! Los tres no se cansaban de decirme que era una preciosa estrellita y la mejor de sus guías, que sin mí jamás habrían llegado a su destino.

Y a ver quien es el guapo que se atreve a quitar la razón a la Estrella de Belén ¡He dicho!

FIN

o
NOTA: Clickeando esta última foto; en la felicitación, Quyllur nos deja una sorpresa musical. Que la estrella de Belén guíe vuestros sueños y se cumplan todos vuestros deseos ¡¡FELIZ NAVIDAD!!

jueves, 22 de diciembre de 2011

LA SENDA DEL OSO



Las campanas de la torre de la iglesia repicaban de forma rápida e insistente. Todos los moradores de la pequeña aldea asturiana situada en un valle montañoso salieron de inmediato a la calle.

Aún no había amanecido y el cielo estaba cubierto de una espesa niebla, la humedad se calaba en las piedras de las casas, lo que hacía que estas rezumasen agua que se precipitaba al suelo lentamente resbalando por los muros en forma de gotas diminutas; a cualquier visitante extraño y ajeno al lugar, le hubiese dado la impresión de que los muros lloraban; pero aquellos aldeanos curtidos y acostumbrados a aquel clima sólo prestaban  atención al sonido de las campanas.

Algo había pasado, en aquellos tiempos lejanos, ese sonido metálico era la única forma que tenían de alertar a la población cuando ocurría algo extraordinario.

Los aldeanos hacían corrillos y murmuraban, mientras se dirigían a la iglesia, el lugar de reunión, allí les informarían de lo que había pasado.

En la puerta les aguardaba el cura que intentaba consolar a una mujer anciana y encorvada que lloraba amargamente junto a él. Todos la conocían, era Xica, la esposa de Mingo, el pastor.

Y es que según iba creciendo la aldea, los vecinos se fueron dedicando a otros quehaceres más productivos; muchos de dedicaban a la productiva agricultura, mientras otros habían buscado aumentar su medio de vida en el trabajo artesanal. Ahora cuidar de sus animales se les hacía demasiado trabajoso; así que pensaron que lo mejor sería juntar los rebaños y pagar a una persona para que se los cuidase. El alcalde cedió la cabaña de la colina y los terrenos para hacer los rediles, y los vecinos pagarían todos los meses diez monedas de cobre a quien se hiciese cargo del ganado.

Rápidamente Mingo y su mujer se prestaron voluntarios, la cabaña era amplia y cómoda y a ambos les gustaba la soledad, ya que no eran demasiado sociables. A eso tendrían que añadir que los pastos les quedarían mucho más cerca que viviendo en la aldea, los animales tendrían un buen lugar para su encierro y los vecinos estarían tranquilos y felices sin soportar los molestos mugidos y balidos, ni su mal olor; sobre todo del olor desagradable que despedían las ovejas. El pacto se cerró con éxito, y todos quedaron contentos.

Bien, es cierto que ahora era más fácil que algún animal muriese a causa del ataque de algún animal salvaje, en la soledad del campo era más fácil que los lobos se arriesgasen a hacer alguna incursión en el redil, sobre todo en invierno; también pasaba en la aldea, aunque allí era más difícil ya que el lobo huía por instinto de los grupos humanos, tenía que ser un invierno muy crudo para que se arriesgasen a bajar a la población. Pero tampoco esto les quitaba el sueño, los estragos no eran muy grandes, un día una vaca… días después un par de ovejas… o alguna cabra. Era pérdidas que se podían asumir fácilmente.

Pero aquel día cuando oyeron las campanas y vieron llorar a Xica de forma desconsolada, presintieron que algo grave había sucedido. Los murmullos cesaron y todas las miradas se concentraron en el párroco.

Con los hipidos de la mujer como música de fondo, el cura comenzó a explicarles los motivos de los tañidos a aquella hora temprana.

— Os tengo que comunicar una mala noticia, Xica me acaba de decir que esta madrugada todos los animales del rebaño han aparecido muertos.

— ¿Pero todos? ¿No ha quedado ni una cabeza? —preguntó asombrado el alcalde.

— Todos, no ha quedado vivo ni un solo animal del rebaño.

Aquello era muy grave, para una aldea de sus características era primordial contar con animales que les diesen carne, leche y lana; que ahora ellos se dedicasen a otras tareas no significaba que la ganadería continuase siendo uno de sus principales medios de subsistencia.

Se miraron unos a otros boquiabiertos y alelados.

— Eso no han sido los lobos —estalló una voz—. No, cierto que alguno puede bajar de forma esporádica y atacar al ganado, pero no de esa forma. Ahora tienen comida suficiente arriba no se expondrían a descender hasta el redil, estas bestias no matan por matar, sólo lo hacen para comer. Sería muy extraño que un par o tres lobos despistados hayan podido matar a un rebaño tan numeroso —comentó uno de los hombres más ancianos.

Extrañados y acusando todavía el golpe recibido, toda la aldea en pleno decidió subir hacia el hogar de los pastores y comprobar con sus propios ojos aquella tragedia. Allí se confirmaron sus sospechas, aquello no había sido obra de los lobos ni de ningún otro animal salvaje, de hecho, los animales no aparecían con mordeduras, ni desgarros en sus carnes, yertos en el suelo permanecían intactos, como si durmiesen apaciblemente.

— Esto ha sido obra de la xana —exclamó uno de los vecinos—. Ella lanzó un maleficio contra nuestro ganado, estoy seguro. Esa mujer nos odia.

— Si se le puede llamar mujer a esa especie de engendro del demonio, dicen que hecha mal de ojo a quien mira de frente, y hay quien afirma haberla escuchado hablar con los animales, dicen que ella conoce todos sus lenguajes, y que ellos la entienden —dijo un rapazuelo con un estremecimiento.

— Sí, es una bruja, si creo que hasta a mi marido le ha echado una maldición,  ¡mirad, mirad! En que estado se encuentra —dijo Xica abriendo la puerta de su vivienda y dejando paso a alguno de los curiosos.

Efectivamente, Mingo estaba en un estado lamentable, permanecía sentado en la mesa de madera, como alelado, los ojos miraban al frente sin expresión ninguna, como si estuviesen muertos, no reconocía nada ni a nadie, con las manos se sujetaba la cabeza como si está fuese a salir disparada de su cuello; su mujer aseguraba que no se había movido nada, que estaba en la misma posición que cuando le había dejado hacía un rato, el único movimiento de aquel cuerpo inmóvil era el subir y bajar de su pecho al ritmo de su respiración.

Algunas mujeres que, en estas tesituras, las hembras son mucho más lanzadas e incluso más violentas que los varones, alentaban a sus hombres para que fuesen todos a la choza de la xana; tenían que hacerle pagar caro aquella tropelía.

— ¡Qué sois, hombres o gallinas! Vergüenza debería daros estar aquí como atontados, hay que ir a buscar a la bruja y terminar con ella, ¿Cómo vamos a alimentar a nuestros hijos este invierno? —gritaban las más atrevidas, mientras las que callaban, murmuraban por lo bajo coreando a las que hacían estos comentarios.

— Un poco de calma vecinos —intentaba mediar el alcalde— no todo se ha perdido, las pieles se pueden utilizar, los animales están intactos, y la comida; y nadie sabe a ciencia cierta si esta mujer ha tenido la culpa, no nos aventuremos a buscar un chivo expiatorio antes de tiempo.

— ¡Ni loca! Jamás se me ocurriría vestir a mis hijos con la tela que diesen las pieles de estos animales, a saber que clase de sortilegios habrá hecho ese ser infernal —comentó una de las que más gritaba.

— Ha sido ella, estoy segura.

Una mujer menuda con la piel cetrina y arrugada, vestida con un sayón negro que la cubría desde el cuello hasta los pies y con la cabeza cubierta con una toca gris de la que salían algunos pobres mechones de pelo sucio y canoso, se abrió paso entre los presentes hasta que se situó frente al alcalde increpándole con una voz dura como el granito; sus ojos destilaban tal odio que el hombre no pudo evitar dar un par de pasos atrás. Era Patru, la mujer que había ejercido de partera durante toda su vida, la que había asistido todos los nacimientos de la aldea desde tiempos inmemoriales, la más anciana del lugar.

— ¿Es que ya no te acuerdas del odio que nos tiene? ¿No recuerdas que juró vengarse de nosotros cuando colgamos en medio de la plaza al ladrón de su marido? En el momento que aquel malnacido daba los últimos estertores y se balanceaba en la cuerda, antes de que ella abandonase la aldea para siempre. ¿No dijo que pagaríamos las consecuencias de aquel acto cobarde? ¿No nos acusó vilmente de culpar a un inocente?

— Tiene razón la Patru —gritó un hombre joven— yo era un niño aún, pero recuerdo aquella mañana como si fuese hoy mismo. Dicen que durante el   camino a su destierro se encontró al Diablo e hizo un pacto con él, y este le concedió poderes.

— Sí —gritó otra mujer— todo el mundo sabe que hace lo que quiere con esos potingues que prepara, lo mismo puede sanar que matar. ¡¡Es una xana!! Acabemos con ella antes de que ella termine con nosotros.

El alcalde no pudo hacer nada más, sabía que sus palabras caerían en saco roto, era tan imposible calmar a una turba violenta  con sed de venganza, como intentar parar la lluvia o sosegar los vientos. Pero decidió ir con ellos, era su deber y sería la única manera de intentar, aunque fuera a última hora, calmar la situación y evitar otra muerte injusta. Porque la memoria de la gente era frágil, muy frágil, todos tendían a recordar lo que querían recordar. Sí, el recordaba mejor que nadie el día que colgaron a Recaréu, el que hasta ese momento había sido el honrado herrero del pueblo, y también recordaba algo que ahora todos parecían haber olvidado. Algún tiempo después del linchamiento se había probado que aquel pobre desgraciado era inocente.

Armados con todo lo que pillaron a mano, piedras, palos, cuchillos, tijeras, hoces...  Marcharon decididos hasta la choza de la xana, una cabaña minúscula en la parte más profunda del bosque. Encontraron a la mujer arrodillada inmersa en el cuidado de su pequeño huertecillo.

Al ver a la turba sedienta de sangre se levantó, aunque su rostro estaba pálido y velado por la sombra del miedo, mantuvo la calma.

— ¿Qué queréis de mí? —preguntó con voz fuerte y segura.

— Venimos a que pagues tu culpa, bruja. Sabemos que has matado a nuestros animales y lo pagarás caro —gritó Patru.

— Yo no he hecho nada a vuestros animales, pero sé que no me creeréis, igual que no creísteis a mi marido cuando él juraba y perjuraba que era inocente. ¿Venís a matarme? Sí, lo veo en vuestras caras, veo esa sed de sangre en vuestros ojos. Veo ese rictus de locura que envenena los corazones y nubla la vista.

— Vamos a ver, intentemos calmarnos, esta mujer dice ser inocente y nadie sabe con exactitud si es culpable o no. Démosla una oportunidad de defenderse, no volvamos a cometer el mismo error. Patru me culpó hace un momento de no recordar ciertas cosas, y, sí, las recuerdo tan bien como ella, incluso diría que mejor; Recaréu era inocente ¿no pesaría en vuestras conciencias cometer el mismo error? —preguntó el alcalde.

Todos bajaron la cabeza, el hombre suspiró, parecía que por fin les había hecho entrar en razón, la laxitud de los brazos que portaban las armas parecía demostrar que el buen juicio comenzaba a salpicarles.

— ¡Yo digo que es culpable! ¿Os vais a dejar engañar por esta bruja y por el charlatán del alcalde? —la voz de Patru restalló de nuevo en el silencio con un resentimiento ponzoñoso.

— Es cierto, ha sido ella —coreó la pastora— ella mató a los animales, y además ha embrujado a mi marido ¿No le habéis visto en el estado en el que se encuentra? No habla, no se mueve, no reacciona. Esta bruja le ha lanzado un conjuro.

Los ánimos volvieron a caldear el ambiente con más virulencia que antes, el corro que rodeaba a la xana se iba cerrando a su alrededor. La mujer se preparó para recibir el primer golpe o la primera cuchillada.

Nadie se dio cuenta que tras la espesura de los árboles había surgido una sombra parda, esta se filtró por entre las filas de los aldeanos y no se hizo patente hasta que se plantó delante de la mujer acorralada. Todos se quedaron petrificados cuando la sombra se materializó convertida en la figura de un enorme oso pardo.

El terror se dibujó en todos los rostros, hasta los más aguerridos dieron varios pasos hacia atrás, ni siquiera se atrevieron a salir corriendo, temían que aquella bestia les atacase si hacían cualquier movimiento un poco brusco. Hacía muchos años que no se veían osos por la zona, la caza indiscriminada para obtener sus pieles había hecho que muchos fuesen exterminados y otros huyeran en busca de otras tierras menos amenazadoras para su especie.

La xana se situó junto a la enorme figura, estaba tranquila, tenía un don especial para los animales y sabía que no podía temer nada de aquel oso que había aparecido cuando más necesitaba ayuda. Entonces aprovechando el temor que despertaba la bestia, comenzó a hablar.

— Soy inocente y hay dos personas que lo saben —entonces su rostro se dirigió a la mujer del pastor, y mirándola fijamente a los ojos, siguió hablando—  Yo os avisé a tu marido y a ti hace días. Os dije que el lugar donde llevabais a pastar el ganado era peligroso. ¿No os advertí de que por allí había abundancia de hierbas venenosas? ¿No os sugerí que era mejor que fueseis al otro lado del monte, junto al enebral? Y vosotros, ¿qué hicisteis? Reíros de mí, mofaros de mi buena voluntad, llamarme bruja, y amenazarme con apalearme si seguía metiéndome en vuestros asuntos. Sabíais que conozco las plantas, pero vuestra ignorancia, vuestra intransigencia y sobre todo vuestra superchería os hizo rechazar mi consejo. Nadie concede crédito a una bruja, una xana que sólo sabe lanzar maleficios y desearos el mal. Bien, pues aquí tenéis el mal, y de la mano de la gente de vuestra confianza.

— ¿Es eso cierto? —rugió el alcalde mirando con dureza a Xica.

La mujer estalló en violentos sollozos.

— Sí, es cierto, ella nos alertó del peligro de esas hierbas, pero Mingo no le hizo caso, ¿quién se iba a fiar de las palabras de una bruja? ¿Lo hubieseis hecho vosotros?

Todos se miraron avergonzados, nadie puedo increpar a la mujer porque sabían que tenía razón, en la misma situación, todos habrían hecho lo mismo.

— ¿Os dais cuenta ahora de que el mal está en vosotros mismos? No hacen falta ni brujas, ni xanas, ni ningún ser etéreo para que los sortilegios se cumplan, porque el veneno está en vuestras ruines almas. Y tú Patru, ¿No has podido olvidar todavía tu rencor? ¿Aún me odias por lo que intentó hacerme tu miserable hijo? Jamás pudiste perdonar que Recaréu llegase a tiempo para librarme de la violación a la que me iba a someter el fruto de tus entrañas. Y mi marido pagó cara la victoria de aquel combate igualado. Tú y tu pérfida lengua le pusieron la soga en el cuello cuando lanzaste tus falsas acusaciones sobre él.

Poco a poco, el corrillo se fue deshaciendo, todos se fueron marchando pausadamente y en silencio, con las cabezas gachas, sabiendo que las últimas palabras de la xana eran verdad. Ellos mismos eran los causantes de sus desgracias. Patru se desvaneció al escuchar las palabras de la xana, dos de las mujeres tuvieron que sujetarla y muy despacio llevarla de regreso a su casa.

— Lo siento mujer… perdón Dela, hacía tantos años que no pronunciaba tu nombre que casi se me había olvidado —murmuró el alcalde— te pido disculpas en nombre de toda la aldea.

— Ve con Dios, eres un buen hombre, gracias por haber intentado poner cordura en esas duras y resentidas cabezas —contestó Dela.

En la puerta de la choza ya sólo quedaban dos figuras, la xana y el oso que permanecía a su lado. La mujer le acarició una zarpa.

— Gracias amigo, no sé de donde has salido, pero si no hubieses acudido a ayudarme mis días habrían terminado hoy.

Al mirar los ojos del animal la mujer dio un respingo. Dos hermosos ojos de color miel la contemplaban a través de la piel de la bestia, unos ojos que le eran tremendamente familiares.

— Recaréu ¿eres tú?

— Sí, Dela, soy yo, antes de morir juré que te cuidaría, que jamás dejaría que te pasase nada malo aunque tuviese que atravesar las barreras del otro mundo. Doy gracias porque, al menos, por unos momentos he vuelto a tenerte junto a mí, pero debo irme, el tiempo se acaba y tú ya no me necesitas.

— No te vayas, te he echado tanto de menos, quédate conmigo Recaréu, te amo, no hay día desde hace siete años que no llore tu ausencia.

— Lo sé, mi vida, pero no puede ser, debo irme, mi misión ya se ha cumplido.

— ¿Dónde irás?

— ¿Ves esa senda que se abre entre las montañas? Ese será mi camino.

— Pues si no te puedes quedar, llévame contigo, cada día es más duro vivir sin ti.

— No puedo, eso no depende de mí, tú aún tienes muchas cosas que hacer aquí. Lo sé, desde ahí arriba se ven muchas cosas. Dela, harás cosas muy buenas, así que tu presencia aquí todavía  es vital. Pero te prometo que cuando llegue el momento seré yo mismo quien venga a buscarte y juntos, atravesaremos esa hermosa senda, la senda del oso, ese camino secreto que sólo ellos conocen; el sendero por donde hace muchos años ellos también huyeron de la intransigencia y la maldad de los hombres.

FIN

domingo, 18 de diciembre de 2011

LOS TRENES DE LOS DESEOS



La estación de Atocha era un hervidero, miles de personas entraban y salían de ella. Álvaro trataba de matar el tiempo de espera observando este ir y venir. Nada mejor que un andén para ver lo diversos que podemos llegar a ser. Por su lado pasaban desde jóvenes con aspecto descuidado portando mochilas y bolsas de viaje, embutidos en cómodos chándales o en sus vaqueros más viejos, despreocupados totalmente de su aspecto; hasta ejecutivos de cuidado vestuario, con sus trajes de marca y sus maletines de viaje; Álvaro observó que en ellos no desentonaba ni el más mínimo detalle, corbatas conjuntadas y zapatos relucientes acompañaban a aquellos —imaginó— fabricantes de ofertas, demandas y, sobre todo, de dinero.

También, como no, pasaban por su lado las típicas familias cargadas de maletas y, cuyo sufrido padre, buscaba desesperadamente un carro o un mozo que le ayudase a transportar todo su equipaje; mientras la madre pegaba algún capón al niño pequeño que intentaba soltarse de su mano.

- ¡Aquí no, Jonathan! Esto está lleno de gente y te puedes perder. La mujer seguía a sus dos hijos mayores, que intentaban no perder de vista a su padre entre aquel maremágnum de gente, tirando de la mano de aquel pequeño monstruo que no dejaba de berrear.

Álvaro contemplaba todo aquello sentado en una terraza del invernadero de la estación. Su expresión era divertida cuando contemplaba aquel tipo de escenas, aunque su rostro también dejase traslucir cierta impaciencia.

Aquel día era muy importante para él. Su gran amiga de la niñez, Luisa, regresaba tras su larga estancia en Zúrich.

Álvaro intentaba distraer su ya larga espera recordando el día que se conocieron. El joven recordaba la voz de su madre cuando le explicó que iban a tener una nueva vecina. Luisa, una niña de su misma edad, la sobrina de la mujer rara de los gatos que vivía en el chalet adosado junto al de sus padres.

No habían tenido mucho trato con aquella vecina; sólo sabían que era bióloga y nunca habían conocido a nadie de su familia, ni siquiera tenía amigos o, si los tenía, jamás los llevaba a su casa. De esta extraña mujer solterona y solitaria, lo único que sabían era que tenía dos grandes pasiones: su trabajo y sus gatos; tenía un montón de ellos en su casa y los trataba con un mimo casi maternal.


La pequeña se había quedado huérfana, sus padres habían fallecido en un accidente de avión hacía unas pocas semanas y el único pariente vivo de la niña era aquella mujer extravagante, la hermana de su madre, su tía, una persona a la que no había conocido antes.

La niña, desde ese momento pasó a ser la compañera de juegos de Álvaro, iban al mismo colegio y pasaban todo el tiempo que podían juntos, que era mucho. Luisa aprovechaba cualquier momento para escaparse a su casa; allí la afable y cariñosa madre del muchacho intentaba suplir las carencias afectivas de la pequeña que, dado el carácter huraño de su vecina, la buena mujer intuía que tenía. No es que su tía tratase mal a Luisa, no era eso, pero mostraba  tal pasotismo con ella; había sido tal el desapego con el resto de su familia, que la mujer no era capaz ahora, de la noche a la mañana, de cambiar sus afectos. Para ella era un motivo de alivio contar con alguien que siempre estaba dispuesta a recibir a su sobrina con todo el amor que ella era incapaz de darle.

Álvaro era un niño gordo y miope, debido a que el problema de visión era muy acusado, sus lentes eran gruesos, tan gruesos que fue imposible adaptar sus cristales a una montura más discreta que a aquel horroroso armazón de pasta. Todo esto había contribuido a que el niño fuera siempre el motivo de las mofas y burlas crueles de sus compañeros, pero desde que Luisa apareció en su vida, la pequeña siempre estaba ahí para defenderle de aquellas bromas hirientes del resto; valiente y firme, como una pequeña heroína dando la cara por él y acompañándole en su solitaria vida escolar. Esto llevó a Álvaro a sentir por la niña una especie de idolatría que rayaba la obsesión. Luisa se convirtió en su diosa particular. Nada ni nadie, ni siquiera él mismo, era suficientemente bueno para ella.

La infancia dio paso a la adolescencia y Álvaro sufrió como nadie aquella etapa. Sus hormonas juveniles, que empezaban a despertar a la vida, le jugaban malas pasadas cada vez que se acercaba a Luisa. Notaba la fuerza de aquellos sentimientos, tanto psíquicos como físicos, tan a flor de piel que le hacían sentirse avergonzado y dolorido, y lo más desgarrador era la plena consciencia de que jamás sería digno de aquella preciosa muchacha. Todas estas ideas que bullían en la cabeza del chico influyeron de forma decisiva en su alejamiento; él la huía  y ella  optó por apartarse discretamente de su lado.

En la universidad lograron recuperar, en parte, su antigua relación de compañerismo y camaradería, aunque esta no llegó a ser tan intensa como la que tuvieron de niños.

Y cuando Álvaro ya creía que todo iba a solucionarse, cuando sus reticencias de adolescente acomplejado iban a resquebrajarse de una vez por todas, ¡zas! Llegó el mazazo inesperado. Al cumplir veinticinco años, el tutor de Luisa la hizo entrega de la herencia de sus padres. Con aquel dinero la muchacha decidió viajar a Zúrich; era una oportunidad de oro para terminar sus estudios y realizar el master con el que llevaba tiempo soñando.

Pero aquello sólo fue el mal trago de cuatro largos años, ahora ya no importaba nada, aquella mañana Luisa volvía a casa. Álvaro había aprovechado ese tiempo para mejorar su aspecto, se había operado la miopía y ahora veía perfectamente sin aquellos horribles lentes de culo de vaso. Incluso se había atrevido a visitar a uno de los más prestigiosos dietistas de Madrid que le hizo un estudio minucioso; bajo el  consejo y dirección del especialista, Álvaro inició una dieta que consiguió, junto con su visita diaria al gimnasio, que su cuerpo fuera fuerte y musculoso sin un ápice de grasa. El patito feo, tras un gran sacrificio, se había convertido en un cisne. Un bello y esbelto cisne que sería capaz de despertar el amor de su diosa, ahora sí era digno de ella.

¡Dios! El reloj parecía estar inmóvil; cómo entendía ahora el significado de aquella canción que él odiaba y, sin embargo, siempre había sido la favorita de su madre. Evocó de nuevo la estrofa que había escuchado desde niño hasta la saciedad.

"Te quiero amor te quiero
aunque tu estés muy lejos de mi.
Mi vida está vacía
y no tiene alegría sin ti.

Y ahora que casi casi, cojo el tren
y corro, corro hacia ti.

Los trenes de los deseos
van al contrario de la realidad"


¡Al fin! El deseado din-don que anunciaba la megafonía sonó, y con él cesaron de golpe sus elucubraciones. El tren procedente de París haría su entrada en breves minutos. Álvaro pegó un brinco de la silla y buscó ansioso la mirada de la camarera que le había atendido; con marcado nerviosismo pagó su consumición, ese era el tren donde viajaba la mujer de su vida.

Álvaro corrió al andén número tres. Al llegar vio que una preciosa mujer bajaba del tren; era ella.

- ¡Luisa!

- ¿Álvaro? —preguntó dubitativa.

- Sí, soy yo. ¡Por fin has regresado!

- Álvaro... estás imponente, si no llego a saber que venías a buscarme no te hubiese reconocido.

Álvaro sonrió satisfecho, su duro sacrificio tenía recompensa. Incluso aquella mañana había elegido la ropa a conciencia, pantalón blanco y un niqui azul marino que resaltaba su cabello rubio y sus ojos azules.

Un hombre, con una barriga prominente y unas gafas de gruesos cristales bajaba tras ella.

— Frank, cariño, éste es Álvaro, mi gran amigo de quien tanto te he hablado. Álvaro te presento a Frank, mi marido, nos casamos hace cuatro meses.

La sonrisa de Álvaro se congeló en su rostro, el golpe había sido demasiado duro, tanto como si unos fríos puños de metal se hubiesen hundido en su estómago.

— Luisa, voy a buscar a alguien que nos ayude con el equipaje, Álvaro y tú adelantaros, tendréis muchas cosas que contaros. —El castellano de Frank era impecable aunque su fuerte acento alemán le delataba.

Luisa tomó del brazo a Álvaro mientras su marido se perdía entre la multitud camino del mostrador de información.

— ¿Sabes lo que consiguió enamorarme de Frank? Su inmenso parecido contigo, él me recordaba a ti constantemente, no sólo por su forma de ser, también por su físico. Fuiste mi amor platónico durante mi infancia y adolescencia, ¿sabes? Pero te empeñaste en alejarte de mí. Fue tan doloroso darme cuenta de que siempre me ibas a ver solamente como una hermana que por eso decidí poner kilómetros de distancia entre nosotros y viajar a otro país. Pero ahora soy feliz, siempre le agradeceré a la vida en general y a ti, mi queridísimo amigo, en particular el haberme hecho dar ese giro, ese cambio de rumbo que me hizo conocer a Frank, el hombre que admiro y quiero, quien me ha enseñado el verdadero significado de la palabra amor, ese sentimiento real y sólido que no tiene nada que ver con esos espejismos ilusorios de la adolescencia.

Álvaro apretó con fuerza el envoltorio que reposaba en el bolsillo de su pantalón hasta hacerse daño, esa cajita cuadrada donde había puesto todas sus ilusiones y que guardaba el anillo de compromiso que había comprado para ella y, que ahora, le recordaría para siempre lo amargo de su fracaso.


FIN