Todo eran nervios entre las bambalinas del teatro Marinsky. Parecía que la mala suerte había impregnado las paredes de aquel viejo escenario. Stanislav Novikov, el director de la compañía, no podía ocultar su estado de ansiedad.
La primera bailarina de la compañía se había accidentado el pasado viernes durante el ensayo general. Todo iba de maravilla, Natasha Ivanovna era ya toda una figura consagrada en el mundo de la danza, preparada desde su más tierna infancia, era la única capaz de sacar adelante el ambicioso proyecto que Novikov tenía en la mente desde hacía años.
Ese domingo de carnaval iban a reestrenar, tras varios años fuera de cartel, la famosa obra “La muerte del cisne”, basado en “El carnaval de los animales” del compositor francés Camile Saint-Saens. La misma pieza que bordaba de manera brillante la gran Anna Pavlova. Nadie como ella había sabido plasmar la belleza de esas notas musicales, nadie excepto Natasha. Ella, sería la única capaz, si no de mejorar; al menos de igualar a la mítica bailarina.
La negra suerte había visitado a Novikov aquella tarde de viernes de carnaval. Afortunadamente la lesión de la Ivanovna no era grave; el médico diagnosticó un pequeño esguince, nada que no se curase con un antiinflamatorio y una semana de reposo. De todas formas, esto no consolaba al atribulado Stanislav, ni el estreno, ni las primeras representaciones se podían anular. Llevaban un año de trabajo duro, eso sin contar todo el dinero invertido. El estreno se anunciaba con un rotundo éxito, el lleno iba a ser total, las localidades se habían vendido con dos meses de anticipación. Ayudados por las fechas festivas, y por supuesto por un público entusiasta que ya deseaba ver una obra de calidad.
Todo estaba en manos de Olga, la jovencísima segunda bailarina del elenco, que era encargada de sustituir a Natasha. La joven estaba muerta de miedo, ella había ensayado tanto o más que la titular. Pero su inexperiencia, unida a su pánico escénico que sólo lograba mitigar entre el resto de sus compañeros, la consumía. Verse sola en un escenario era algo que no se había planteado, al menos, de momento, aún la quedaban muchas tablas que pisar. Jamás pensó que algo tan inesperado le fuese a suceder de esa manera tan inesperada e inoportuna. Era consciente que si aquella noche daba un mal paso su carrera se vería en la cuerda floja, y difícilmente tendría ya un hueco en el mundo del ballet. Lo único que la consolaba era la fecha del estreno, la coincidencia con las fechas del carnaval. El dueño del teatro decidió a última hora que no sería mala idea que el ballet siguiese la tradición. El director de la compañía Stanislav Novikov había estado de acuerdo, así que aquella noche los bailarines -ella incluida-, lucirían unos preciosos antifaces que cubrirían sus rostros. Al menos nadie vería el miedo y la tensión en su cara.
Todos ya estaban en sus puestos, el aviso en forma de tintineo llegó a los oídos de todos los bailarines, todos tensos, sumando a los nervios del estreno la preocupación por la actuación de su compañera. Si ella triunfaba, todos triunfaban, aquella obra daba un protagonismo especial a la primera bailarina, si el solo fracasaba la obra caería de forma estrepitosa, por bien que quisieran hacerlo el conjunto.
Stanislav Novikov apretó los dientes, la primera parte había quedado perfecta, los bailarines estuvieron maravillosos. Sin embargo sentía crecer la inquietud, la prueba de fuego estaba a punto de comenzar. Las luces del escenario se apagaron, el corazón de Novikov palpitaba en su garganta, sin compasión, como queriendo salírsele por la boca. Aquello le provocaba un dolor agudo desde la laringe hasta los oídos.
Olga atravesó el escenario, seguida por la luz de un potente foco. Al principio sus movimientos fueron tímidos; pero en cuestión de segundos la muchacha se transformó. Su cuerpo adquirió la soltura y la agilidad propias de toda una diva. Sus giros y sus elegantes pasos hicieron que entre el público, ajeno a la sustitución del último momento, se elevase un murmullo de asombro y aprobación. Aquella muchacha no defraudaba, tal y como anunciaban los carteles, Natasha Ivanovna podría llegar a ser tan grande cómo la Pavlova.
Novikov, semioculto entre los bastidores no podía creer lo que veían sus ojos, Olga parecía transfigurada, no era mala bailarina, eso lo sabía, pero también estaba convencido que jamás sería una primera figura de la danza. Pero lo que estaba viendo se escapaba a todos los pronósticos. Esa muchacha era la mismísima Pavlova evolucionando sobre el escenario.
Al finalizar la pieza, el público se puso en pie, una ovación cerrada y unánime que rompía el silencio de las palabras, sin comentarios, sin exclamaciones. La gente simplemente muda de asombro, batían las palmas de sus manos con un fervor casi reverente.
La muchacha tras saludar al público, se retiró velozmente a su camerino; pasó como exhalación por delante de Novikov sin dirigirle ni una mirada, él dudó incluso que le hubiese visto. Su forma etérea se perdió por los pasillos. Novikov salió tras ella, necesitaba ser el primero en darle la enhorabuena. antes de que el resto de sus compañeros y, seguramente muchos admiradores de entre el público comenzasen a inundar el camerino. Y lo más importante necesitaba pedirla perdón por su poca fe, sin tener testigos de por medio, que seguramente le recordarían si habitual orgullo, no dejándole expresarse libremente.
La puerta estaba cerrada, Novikov golpeó débilmente con los nudillos. Ni un ruido en el interior, repitió la llamada esta vez golpeando con más fuerza. Nada, no se escuchaba completamente nada. El hombre, intrigado, abrió y penetró en la estancia con una mezcla de timidez y temor absurdo e inexplicable.
Olga yacía tendida en el diván, ni había comenzado a quitarse el vestido. Novikov se asustó, habían sido unas horas de muchos nervios. Corrió hacía ella y agachándose comprobó rápidamente que la muchacha estaba bien, su respiración y su pulso eran regulares, estaba tranquila y dormida profundamente. El director se levantó de un salto, aunque estaba más tranquilo tras el primer golpe de pánico al verla en ese estado, aquello tampoco era normal. No habrían transcurrido ni cinco minutos desde que Olga había abandonado el escenario, nadie y menos alguien que ha efectuado un esfuerzo físico tan grande, y además había estado sometida a una fuerte tensión podía caer dormida así sin más. Ni el agotamiento llevado al límite era capaz de provocar algo así.
A los pies del diván, Novikov vio un zapato tirado. No era propio del director recoger el camerino de una de las bailarinas, pero aquella noche, Olga se había convertido en LA BAILARINA, no le haría ningún daño recogerlo del suelo y llevarlo al armario, al fin y al cabo, el resto del camerino estaba perfectamente ordenado.
Cuando tomó el zapato en sus manos, la cara del director se desencajó, aquel zapato era una rareza, una rareza que cualquier experto en el mundo del ballet sabría reconocer al primer vistazo. Era un pointe; la suela estaba reforzada por un pedazo de cuero duro para soportar y aplanar el cuerpo del zapato. Un tipo de calzado que resultaba cómodo para cualquier persona que tuviese los pies extremadamente arqueados y deformados, era un zapato de Anna Pavlova.
FIN